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OBJECIÓN DE CONCIENCIA VERSUS DESOBEDIENCIA CIVIL

En la actualidad, se contemplan por la doctrina dos formas justificadas de desobediencia a las normas jurídicas por razones morales: la objeción de conciencia y la desobediencia civil. Ambas se caracterizan por suponer una trasgresión de una o varias normas jurídicas pero aceptando el ordenamiento jurídico en su conjunto de una forma no violenta, a diferencia de lo que sucede con la revolución o la rebelión.

Me parece conveniente establecer una distinción correcta entre dichas formas de desobediencia a las normas jurídicas.

La objeción de conciencia supone que una persona se niega a cumplir lo que establece una norma jurídica por motivos de convivencia, porque entra en conflicto con sus obligaciones morales o religiosas. El rechazo se limita a sustraerse al cumplimiento de una norma sin pretender en ningún momento la modificación o derogación de la misma, siendo de destacar al respecto que, la reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo ha declarado al respecto que no cabe un derecho a la objeción de conciencia con carácter genérico, sino solamente con respecto a alguna o alguna de las normas jurídicas que entren en conflicto con la moral, puesto que, de lo contrario, nos hallaríamos ante una falta de vinculación del Derecho.

La desobediencia civil, por el contrario, supone la inobservancia de una o varias normas con la finalidad de lograr la modificación de estas mismas normas (políticas, programáticas, etc.) que se consideran injustas o inmorales, aceptando normalmente la sanción impuesta por la desobediencia. Su finalidad es política y por eso la desobediencia civil es pública y manifiesta, pudiendo ser dicha desobediencia civil, a su vez, directa si se vulnera la norma que se pretende modificar, o indirecta si se vulnera una norma que no se cuestiona para poner en evidencia la disconformidad con otra norma o decisión.

Es, pues, comúnmente aceptada la definición de la objeción de conciencia como aquella actitud de quien se niega a obedecer una orden de la autoridad o un mandato legal amparándose en la existencia en su fuero interno de convicciones que le impiden hacerlo sin violentar de forma grave las mismas.

La objeción de conciencia, cuyo fundamento habría de encontrarse en el artículo 16 de la Constitución Española, viene así a ser expresión de un conflicto entre una norma concreta -imperativa o prohibitiva- y las creencias éticas, morales o religiosas del individuo que le reclaman e incluso imponen desde un punto de vista subjetivo un comportamiento distinto al que aquélla prohíbe o prescribe. Los dictados de conciencia (deber moral), por un lado, y el contenido del Derecho positivo (deber jurídico), por otro, se erigen así en los extremos de un conflicto en el que cualquier opción del individuo comporta la lesión de uno de dichos extremos.

De esta escueta definición se desprenden por lo tanto dos rasgos fundamentales de la objeción de conciencia que operan a modo de filtro de su relevancia jurídica.

El primero de ellos, que puede considerarse requisito de forma, subraya que uno de los presupuestos para que sea atendible el conflicto del objetor con el Derecho es que el mismo tenga un carácter puntual, esto es, que recaiga sobre una norma concreta de cuyo contenido discrepa, sin que quepa, por tanto, alegar “en bloque” una objeción al Derecho vigente.

El segundo se orienta a acotar los márgenes dentro de los que pueda comenzar a discutirse las razones del objetor. Conforme a este segundo límite, el conflicto por razones de conciencia sólo resulta admisible en relación con los ámbitos que se prestan de forma razonable a enfocarse desde diferentes ópticas valorativas. Es lo que sucede cuando la discrepancia con la normativa concreta se debe a la creencia de la prevalencia de un derecho superior, incluso de rasgo constitucional.

Publiado en Redacción Médica el martes 24 de noviembre de 2009. Número 1118. Año VI.