El derecho sanitario es una disciplina muy aburrida y muy necesaria, que si hoy es tan comprensible como el teorema de Pitágoras es gracias a la constancia didáctica de Ricardo de Lorenzo, un abogado estrella en la película de los médicos. Para difundir todo su conocimiento, y llevarlo hasta el último rincón del sector, De Lorenzo ha preferido ceder en academicismo y seriedad, que definen el rictus de algunos de sus renombrados colegas, y ha optado por la genialidad llana, por la frase corta y resolutiva, por el criterio afilado y brillantísimo. En tiempos mediáticos, De Lorenzo ha sabido ser galáctico antes que catedrático.
El brío divulgador de su pluma exacta le mantiene en plena forma, siempre presente en los grandes debates de una sanidad judicializada para mal, donde el ejercicio médico ya no se entiende sin una lectura jurídica. La medicina defensiva ha triunfado sobre todas las cosas y De Lorenzo se ha convertido en un médico a su manera: defendiendo a los profesionales, entendiendo sus vicisitudes y bajando a la arena del litigio. Hace años que prefirió ser un letrado de choque, reclamando derechos labores básicos, haciendo camino en materias inéditas como el cobro de las guardias o los contratos de interinidad. Y con el bagaje de aquella etapa iniciática en tantos sentidos, hizo un hueco a la ley en la por entonces aún intocable Medicina.
Intimó con los médicos, que estuvieron a punto de ponerle un busto entre Franco y José Antonio, pero no se vanaglorió con la élite. Supo ver que la sanidad era mucho más y que hacia esa horizontalidad multidisciplinar iban dirigidos los tiros del futuro. Así se acercó a la realidad de otros profesionales sanitarios y, particularmente, a los pacientes, mucho antes de que les pusieran en el centro del sistema, articulando y dando forma a sus derechos. Con todo, siempre mantuvo lazos de amistad con las grandes instituciones médicas, comenzando por los colegios profesionales, sin olvidar las sociedades científicas e incluso la medicina privada. En realidad, no ha habido ámbito sanitario que escape a su ojo clínico, tan legal como resuelto.
Si leerle hoy es obligado, ya sea sobre muerte digna, consentimiento informado o protección de datos, escucharle es una pura delicia. Alejado voluntariamente de la afectación habitual de los magistrados, De Lorenzo logra sintetizar su mensaje en no más de un par de frases y el resto lo deja a su imaginación, para cautivar y arrebatar a la audiencia, que no sale de su asombro cuando cae en la cuenta de que quien les ha conquistado es un abogado, cuya mejor cualidad es aburrir. Es puro espectáculo, igual que el que refería Jake LaMotta cuando, en vez de al ring, prefería subir al escenario de una sala de fiestas.
Ha hecho de su apellido una saga, que es otra manera de contribuir a la posteridad. Optó por seguir los pasos de su padre y ha inoculado en sus hijos la misma inquietud. Le podría haber dado por la ruptura, que tantos buscamos para afianzar la diferencia, pero intuyó que tras la enseñanza del maestro esforzado, ético e independiente al servicio del derecho médico que fue don Antonio, podía haber sitio para una redefinición ambiciosa del original, ampliando su alcance y adaptándolo a los nuevos tiempos. Lo ha conseguido sin ninguna duda.
De hecho, se ha convertido en un personaje público, abogando y propiciando el acercamiento entre el Derecho y los profesionales de la salud. Más allá de su bufete, de la Asociación Española de Derecho Sanitario o del Congreso del mismo nombre, surge la figura de Ricardo de Lorenzo, esencial para el éxito de estas iniciativas, y el tiempo dirá si imprescindible para su pervivencia. Ahí está el peligro de la trascendencia: en hacerte insustituible, algo que, aunque parezca mentira, ocurre en algunas personas, muy pocas, cuya peripecia es sencillamente irrepetible.