El Congreso de los Diputados aprobó la semana pasada, con la única oposición de PP, Foro Asturias, Unión del Pueblo Navarro (UPN) y Coalición Canaria, la toma en consideración de la proposición de ley remitida por el Parlamento de Cataluña para reformar el Código Penal y despenalizar la eutanasia y el suicidio asistido. Una decisión que, en la práctica, supone un primer paso para regular estas prácticas.
Aunque ya reiteradamente advertido, incluso desde estas mismas páginas, nuevamente la sociedad española se ve inmersa en un proceso de discusión, yo pienso que no querido, sobre los contenidos y límites de lo que ha venido a denominarse «muerte digna». Esta discusión tiene muchos frentes diferentes. Uno sería si podemos hablar de un derecho a la muerte digna, también al derecho de acceso a los cuidados paliativos, pero existe una enorme confrontación sobre la posibilidad de que otro contenido sea el derecho a escoger libremente el momento y la forma de la propia muerte.
Y estas confusiones terminológicas de la que son ejemplo estos debates, no ayudan a progresar en una reflexión serena y coherente, tal como la sociedad está demandando realmente, que en mi opinión no es el de la legalización de la eutanasia o del suicidio asistido, que indefectiblemente nos alejará de lo que en cambio sí es una realidad social al aseguramiento de dar respuesta formal a muchas personas que sufren porque no hay cuidados paliativos suficientes, lo que afecta a la protección de la dignidad de las personas en el proceso final de su vida y la garantía del pleno respeto de su libre voluntad en la toma de decisiones sanitarias, que les afecten en dicho proceso.
Cuando se nos dice que la eutanasia y el suicidio asistido, sin pausa ni vuelta atrás, se va abriendo paso en Europa, simplemente no es cierto. Holanda fue el primer país del mundo que legalizó la eutanasia, en el 2002, pocos meses antes de que lo hiciera Bélgica. Luxemburgo la incorporó a su legislación en el 2009. E incluso en Suiza, siendo legal el suicidio asistido, su Código Penal establece limitaciones, cuando prohíbe la «incitación o asistencia al suicidio por motivos egoístas» prohibiendo igualmente cualquier rol activo en la eutanasia voluntaria, incluso si se comete a partir de «motivos respetables» como el asesinato por misericordia.
Y digo que no es cierto, pues el último ejemplo lo hemos tenido en Francia, al aprobar su Parlamento en 2016, como una de las grandes reformas sociales de François Hollande, el proyecto de ley sobre el final de la vida, que permite la sedación profunda para evitar el sufrimiento en enfermos terminales, pero que prohíbe la ayuda activa para morir a través de la eutanasia o del suicidio asistido.
Desde el año 2005, fecha en que se promulgó la ley sobre la muerte digna y los derechos de los pacientes en Francia, era legal igual que lo es en España, los tratamientos paliativos que pueden acortar la vida, cuyo objetivo prioritario es el alivio de los síntomas (entre los que el dolor suele tener un gran protagonismo) que provocan sufrimiento y deterioran la calidad de vida del enfermo en situación terminal. Con este fin se pueden emplear analgésicos o sedantes en la dosis necesaria para alcanzar los objetivos terapéuticos, aunque se pudiera ocasionar indirectamente un adelanto del fallecimiento. El manejo de estos tratamientos paliativos que puedan acortar la vida, también están contemplados en el ámbito de la ciencia moral y se consideran aceptables de acuerdo con el llamado “principio de doble efecto”. Esta cuestión se encuentra expresamente recogida en los códigos deontológicos de las profesiones sanitarias.
En Francia fueron los propios médicos franceses los introductores del término “sedación terminal”, considerando que el marco normativo francés de 2005 sobre cuidados paliativos a los enfermos terminales, aunque de aplicación a la mayor parte de los casos, era insuficiente. La Orden de los Médicos, puso de manifiesto que la Ley de 2005 sobre muerte digna y derechos de los pacientes, no ofrecía ninguna solución para ciertas agonías prolongadas, o para dolores psicológicos y/o físicos que, pese a los medios puestos en marcha, desgraciadamente siguen siendo incontrolables. En esos casos «excepcionales», en los que la atención curativa era inoperante, la Orden de los Médicos, entendió que se imponía la toma de una decisión Médica legítima, que deberá ser colegiada, precisando que el paciente debe efectuar la petición de forma «persistente, lúcida y reiterada”. “Una sedación adaptada, profunda y terminal, proporcionada con respeto a la dignidad, planteada como un deber de humanidad por el colectivo Médico”.
Debemos remontarnos a julio del 2012, cuando el Presidente Hollande anunció, como consecuencia de su promesa electoral, de legalizar, “una asistencia medicalizada para terminar la vida desde la dignidad», que pediría un informe al Comité Nacional de Ética, con el fin de «estudiar» una «posible evolución» de la legislación sobre la muerte digna y los derechos de los pacientes. El propio Conseil National de l’Ordre des Médecins propuso al Gobierno la posibilidad de legalizar una «sedación terminal» para pacientes «excepcionales» a los que no se dirigía la Ley Leonetti de 2005, que autorizaba ciertos tratamientos que permitían aliviar el dolor, aunque estos acortaran la vida del paciente”, con su expreso consentimiento.
La iniciativa de la Orden de los Médicos Franceses, tomando partido por esta evolución de la legislación, dejó bien claro que no respaldaban ninguna vía a la eutanasia activa directa, puesto que la propuesta del Comité Nacional de Ética fue igualmente en el sentido, de declarar que «una decisión médica legítima debe ser tomada ante situaciones clínicas excepcionales», tras «pedidos persistentes, lúcidos y reiterados de la persona aquejada de una enfermedad para la cual los cuidados curativos han pasado a ser inoperantes y los cuidados paliativos instaurados».
La sedación profunda y continua como tratamiento hasta el fallecimiento se aplicaría a pacientes con enfermedades graves e incurables que pidan no sufrir ni alargar inútilmente su vida. La práctica forma ya parte del código de Deontología y de las recomendaciones de buenas prácticas de la Orden de los Médicos franceses, pero no estaba incorporada de forma explícita en la ley. Con esta práctica igualmente se han regulado las denominadas “directivas anticipadas”, francesas, igual que nuestras “Instrucciones Previas” que en Francia eran simplemente indicativas, y que ahora se contemplan como vinculantes a través de un formulario específico para hacerlo y un registro para conservarlo que permita que no caduquen, junto con la objeción de conciencia, que permitirá en casos concretos que los Médicos puedan oponerse a aplicarlas pero debiendo justificar su negativa y consulta con un compañero.
Por eso, esta admisión a trámite para reformar el Código Penal y despenalizar la eutanasia y el suicidio asistido, sin contar antes con una ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida, sin acometerse en nuestro país el desarrollo de una normativa dedicada específicamente a los cuidados paliativos en la fase terminal de la vida humana de ámbito nacional, es como empezar una casa por el tejado, cuando la realidad es que la eutanasia “no es una asignatura pendiente en la sociedad española” y “tampoco es una cuestión Médica”. Creo sinceramente en la línea de las instrucciones previas y la extensión de los cuidados paliativos, transmitiendo como se ha logrado en Francia, tranquilidad a la preocupación, los temores de una profesión y el confusionismo existente en torno a este debate, motivado por el tratamiento político y periodístico, que no científico y jurídico, en el que es y sigue siendo constante la mezcla de conceptos tales como cuidados paliativos, sedación terminal y eutanasia.
Volviendo a Francia recuerdo el razonamiento planteado por el entonces primer ministro, François Fillon, para explicar su oposición a la eutanasia recogida en una editorial de Le Monde, muy significativo y desde luego analizable desde nuestra perspectiva cuando afirmó que «la cuestión consiste en saber si la sociedad está en condiciones de legislar la muerte. Creo que ese límite no debe sobrepasarse. Por otra parte, sé que en este debate ninguna convicción carece de sentido». Y añadió: «Nuestra estrategia es clara: desarrollar los cuidados paliativos y evitar un encarnizamiento terapéutico». El primer ministro agregó entonces que un texto sobre la eutanasia “le parecía precipitado, improvisado, que no ofrecía garantías” y especificó: «Sobre estas cuestiones tan profundas, con resonancias éticas tan profundas, no nos deben guiar ni los sondeos, ni el humor del instante».
Por mi parte, sigo estando convencido de que debe desarrollarse una estrategia en beneficio de todos nosotros, como pacientes, en materia de cuidados paliativos que dé más seguridad a los profesionales, y que nos proteja a todos con un marco legal adecuado, a través del proyecto de una Ley estatal sobre el final de la vida, antes que la eutanasia y el suicidio asistido como si fuera una asignatura pendiente en nuestro país.
Alfie Evans falleció el sábado pasado en la madrugada. La historia del pequeño Alfie Evans, pequeño de 23 meses, aquejado de una enfermedad neurológica degenerativa incurable, es algo más que la trágica muerte de un niño gravemente enfermo, es la historia también de una intensa batalla legal desarrollada en el Tribunal Supremo británico, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y la Corte de Apelación por parte de unos padres frente a la decisión de los facultativos del Hospital Alder Hey de Liverpool, cuyo criterio era la desconexión del menor de la máquina que le daba soporte vital, y el criterio de los padres de no desconectarle y trasladarle a otros centros como el Hospital Pediátrico Bambino Gesú de Roma o el Instituto Neurológico Carlo Besta de Milán que se ofrecieron a acogerlo.
Una batalla legal que no es nueva en el ámbito del Derecho Sanitario, nacida de las diferencias entre médicos y padres en desacuerdo sobre que es mejor para el niño, abriéndose una vez más el eterno debate sobre donde están los límites de la ciencia y del sufrimiento y específicamente en Gran Bretaña, cuestionando la función parental, que la doctrina de «parens patriae» se otorga al Estado para asumir el papel de tutor temporal, en el interés superior del niño, con necesidad de asistencia y protección.
Los medios de comunicación recogen periódicamente, casos que se judicializan de menores afectados por enfermedades generalmente incurables, generadores de debates sobre la limitación del esfuerzo terapéutico, consecuencia de una falta de entendimiento cuando en casos de «riesgo grave», los facultativos entiendan que es imprescindible una intervención médica urgente y sus representantes o el propio menor se nieguen a prestar el consentimiento, lo que es más habitual de lo que parece, y para muestra recordemos por ejemplo el caso Andrea, niña de 12 años, en el que se dio el caso contrario al de Alfie, puesto que aquí fueron los progenitores los que instaron y finalmente lograron que un Juez exigiera limitar el esfuerzo terapéutico y no prolongar la vida a su hija en el Hospital Clínico de Santiago de Compostela.
También en nuestro país conocimos el caso del niño británico Ashya King, de 5 años al que sus padres sacaron en 2014 de un hospital británico sin permiso médico para ser llevado a España mientras buscaban una solución alternativa para el tumor cerebral que padecía. Los padres habían manifestado, desde que fue diagnosticado de meduloblastoma, su voluntad de no someter a su hijo al tratamiento de radioterapia intensivo propuesto por el Hospital, por considerarlo muy agresivo, estimando además que los efectos colaterales más graves, se podrían evitar con una terapia innovadora de protones. Ante la negativa del Hospital a que el niño recibiera otra terapia diferente a la que éste podía ofrecer, decidieron abandonar el país sin pedir autorización médica para evitar más dilaciones, aprovechando una salida temporal autorizada del niño, que se recuperaba satisfactoriamente de una operación.
Una orden Europea de Detención y Entrega (OEDE) impuesta a los padres, a raíz de la denuncia de las autoridades sanitarias inglesas, conllevó que estos fueron detenidos por la policía española en Málaga, manteniéndolos aislados durante varios días. En ese intervalo de tiempo las autoridades inglesas retiraron la patria potestad al matrimonio. Tras intensas gestiones realizadas por los padres del niño, la Fiscalía británica finalmente retiró los cargos contra la pareja, autorizándose por la autoridad judicial el traslado del menor.
El caso caso Alfie Evans, es prácticamente igual que el de Charlie Gard, un niño también inglés con una enfermedad terminal que murió en julio de 2017 después de que se le retirara el soporte vital, también contra la voluntad de sus padres. Charlie Gard con dos meses fue ingresado en un hospital londinense donde se le diagnosticó una enfermedad congénita poco frecuente (16 casos en todo el mundo), que afecta a las mitocondrias, Esta enfermedad no tiene actualmente un tratamiento probado, pero en enero de 2017 los padres tuvieron conocimiento de que en Estados Unidos se estaba desarrollando una terapia experimental con nucleósidos, que al parecer se había aplicado a un niño con una enfermedad similar logrando cierta mejoría.
Cuando los padres solicitaron este tratamiento en fase experimental, el equipo médico del Hospital Great Ormond Street lo desaconsejó, por considerar que ya tenía un daño cerebral grave e irreversible que haría inútil la terapia. Pero, además de discrepar con los padres del bebé, en marzo los médicos solicitaron, y les fue concedida, una autorización judicial para retirar la ventilación asistida del bebé, por considerar que los estudios sobre el niño habían mostrado «degradación catastrófica de su tejido cerebral» y que continuar con un tratamiento no solo era «inútil», sino también «cruel e inhumano “para su bienestar en el final de su vida. A partir de ese momento los padres plantearon sucesivos recursos ante la decisión judicial llegando hasta el Tribunal de Estrasburgo, siendo desestimados en todas las instancias.
Por descontado que estos casos han abierto otros múltiples debates no solo éticos, y jurídicos sino también sobre la defectuosa comunicación entre los padres y los facultativos y por supuesto también sobre los propios aspectos médicos, al crearse quizás involuntariamente en ocasiones, muchas falsas expectativas, particularmente con las familias de los niños diagnosticados de enfermedades raras o de cáncer, porque como es lógico piensan que también en sus casos, puede existir otro mejor tratamiento para sus hijos.
Este tipo de situaciones de por sí jurídicamente complejas, suponen la afectación de derechos fundamentales y siempre vienen acompañados de un fuerte componente emocional. Las preguntas que se plantean son múltiples ¿Qué debe hacerse cuando un menor está en una situación difícil en términos de salud, y polémica en términos ideológicos? ¿Quién está más legitimado para tomar decisiones al respecto: sus padres, los Médicos o la administración?, ¿Puede quedar relegada la patria potestad ante la opinión profesional de los Médicos? ¿Qué sucedería en España?
Nuestro Código Civil, al regular la patria potestad, exceptúa del ámbito de la representación legal de los hijos aquellos actos relativos a los derechos de la persona y otros que el hijo, de acuerdo con las leyes y con sus condiciones de madurez, pueda realizar por sí mismo. Sin embargo, la determinación de las condiciones de madurez bastantes o del suficiente juicio del menor no pueden ponderarse más que en relación con las circunstancias concretas y con la importancia de la decisión que se le exige.
Este marco no es exclusivo de nuestro ordenamiento sino que obedece a una pauta que rige en el entorno de los países occidentales. En relación con el consentimiento informado opera lo que la doctrina francesa, denomina «mayoría Médica». En el derecho inglés, el Acta sobre Derecho de Familia (Family Law Reform Act 1969) fija en su artículo 8 la edad de 16 años para otorgar consentimiento informado pleno. Además de este artículo, es de citar, por su amplia repercusión en el ámbito doctrinal, la sentencia dictada en 1985 por la Cámara de los Lores en el caso Gillick vs. el departamento de salud de West Norfolk y Wisbech, (3 All ER 402 HL), en la que se declaró la capacidad de unas adolescentes menores de 16 años para recibir asesoramiento y tratamiento médico anticonceptivo en función de su capacidad para comprender el alcance y finalidad de dicho tratamiento.
La sentencia concluía que la ley no reconoce una regla de autoridad absoluta en materia de potestades parentales hasta una edad determinada, sino que los derechos, deberes y responsabilidades inherentes a la patria potestad y relativos al cuidado de los hijos, están reconocidos en tanto en cuanto sean necesarios para la protección del hijo por lo que ceden ante el derecho de éste de realizar sus propias decisiones cuando alcanza un entendimiento suficiente e inteligencia para decidir. Más recientemente en el año 2008, conocimos el caso de Hannah Jones, otra niña también inglesa de Marden, que enferma de leucemia había decidido no someterse a más tratamientos, para morir en su casa y no afrontar un arriesgado trasplante de corazón, que abrió el debate sobre el grado de autonomía de una niña de 13 años para una decisión de esta naturaleza. En su momento el Hospital de Herefordshire, en Inglaterra, decidió retirar en el último momento su demanda ante la Corte Suprema de Londres, luego de que las asistentes sociales reconocieran que Hannah no quería someterse a una operación de corazón con plena inteligencia y entendimiento.
En el informe explicativo del Convenio de Oviedo (Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina, suscrito el día 4 de abril de 1997), y en vigor en España desde el 1 de enero de 2000, se afronta esta cuestión.
De un lado, por lo que se refiere a los menores, se entiende que la opinión del menor debe adquirir progresivamente más peso en la decisión final, cuanto mayor sea su edad y capacidad de discernimiento, y por otro se consagra el principio del «interés del paciente» consagrado en los arts. 6 y 9.5 del Convenio. El primero de ellos señalando que cuando, según la ley, un menor no tenga capacidad para expresar su consentimiento para una intervención, ésta sólo podrá efectuarse con autorización de su representante, de una autoridad o de una persona o institución designada por la ley, y que esta autorización podrá ser retirada en cualquier momento en interés de la persona afectada. El segundo de estos preceptos indica que el consentimiento por representación sólo podrá otorgarse en beneficio del paciente.
En su formulación genérica, el «interés del paciente» coincide con el «interés superior del menor», consagrado en el art. 2 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de protección jurídica del menor, de modificación del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, como principio rector en la aplicación de la ley, en el que se establece, que primará sobre cualquier otro interés legítimo que pudiera concurrir. Con estas pautas generales, el Convenio de Oviedo partiendo de la exigencia generalizada de que cualquier tratamiento o intervención médica cuente con una información previa adecuada y comprensible de su naturaleza, sus riesgos y sus beneficios y la atribución de la capacidad de decisión última sobre su realización al enfermo, como manifestación del principio de autonomía, remite a la legislación nacional en cuanto a la fijación de la edad para consentir, el tipo de intervenciones en las que cabe el consentimiento autónomo o es necesario sustituirlo y los concretos cauces procesales procedentes para solventar los casos en que las decisiones de los representantes legales fueran contrarias al interés del menor, en cuyo caso los padres, no tendrán Derechos ilimitados sobre la asistencia sanitaria que debe prestarse a sus hijos.
Los límites se reconocen en el mismo instrumento, al establecerse ciertas excepciones en razón de la protección de los menores de edad y de quienes carecen de capacidad para expresarlo (arts. 6 y 7), o en razón de la necesidad derivada de situaciones de urgencia y el respeto a los deseos expresados con anterioridad (instrucciones previas),por el paciente (arts. 8 y 9), señalándose también otras posibles restricciones al ejercicio de estos derechos siempre que estén previstas por la ley y constituyan medidas necesarias en una sociedad democrática, fundadas, entre otras razones, en la protección de la salud pública o de los derechos y libertades de las demás personas (artículo 26).
Recientemente el escenario español ha experimentado un gran cambio tras la promulgación de la Ley 26/2015, de 28 de julio, y la Ley Orgánica 8/2015 de Protección a la Infancia y a la Adolescencia, esta última al ser necesaria para introducir los cambios necesarios en aquéllos ámbitos considerados como materia orgánica, al incidir en los derechos fundamentales y las libertades públicas reconocidos en los arts. 14, 15, 16, 17 y 24 CE., como son la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial; La Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor; La Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil y la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Esta normativa afectó a estas cuatro Leyes Orgánicas y a ocho ordinarias.
Con esta nueva normativa, España ha pasado a convertirse en el primer país del mundo en incluir en su ordenamiento el derecho a la defensa del «interés superior del menor», que primará sobre cualquier otra consideración, pasando a ser principio interpretativo, derecho sustantivo y norma de procedimiento.
Estas nuevas normas ha innovado como he indicado la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, el Código Civil, la Ley de Adopción Internacional, la Ley de Enjuiciamiento Civil, y la Integral de Medidas contra la Violencia de Género para permitir el desarrollo de las medidas aprobadas en el Plan de Infancia y Adolescencia 2013-¬2016, y en lo que afecta a los casos que estamos tratando, la propia Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, al modificarse los apartados 3, 4 y 5 y añadirse los números 6 y 7 al artículo 9 de la Ley.
En nuestro País, el marco general expuesto de la capacidad de obrar de los menores de edad, se encuentra precisamente en esta Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica de Autonomía del Paciente y de los Derechos y Obligaciones en materia de Información y Documentación Clínica, promulgada como consecuencia de la suscripción del citado Convenio de Oviedo.
En esta Ley el apartado 3, del artículo 9 se dedica a regular el consentimiento por representación, y tomando como modelo la legislación inglesa, establece la edad mínima de los dieciséis años a partir de las cuales se entiende que el menor es capaz de decidir por sí mismo, aunque dice la ley que en caso de actuación de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de decisión correspondiente.
Pero la Ley 41/2002, no especificaba expresamente quién debía resolver los conflictos que se venían presentando cuando en casos de «riesgo grave» los facultativos entendían que era imprescindible una intervención médica urgente y sus representantes o el propio menor se negaban a prestar el consentimiento.
La modificación efectuada en los apartados 3, 4 y 5 y los apartados añadidos 6 y 7 al artículo 9 de la Ley, hacen que se reconozca que, con independencia de la gravedad o alcance de la intervención, el menor de dieciséis años puede ser tan inmaduro como otro de menor edad para valorar el alcance de la intervención, a juicio del Médico.
Con anterioridad a la modificación establecida en la Disposición final segunda, de la Ley 26/2015, de 28 de julio, de Protección a la Infancia y a la Adolescencia sobre la Ley 41/2002, la edad de 16 años parecía impedir la representación del menor de edad «en todo caso», salvo situaciones de incapacidad legalmente declarada y sin perjuicio de la necesidad de informar a los padres y “tener en cuenta” su opinión en casos de grave riesgo.
Ahora, la remisión que el número 4 del art. 9 realiza a letra c) del apartado anterior, aclara en sentido contrario que los padres han de otorgar el consentimiento por representación de sus hijos menores de edad, aunque sean mayor de dieciséis años y aunque no se trate de una actuación de grave riesgo para la salud o la vida del menor, si éste se encuentra en el supuesto del apartado c) del núm. 3 del art. 9, esto es: si a juicio del facultativo, el menor de edad, cualquiera que sea esta, no es capaz emocional ni intelectualmente de comprender el alcance de la intervención.
Estas situaciones no especificadas en la Ley 41/2002, Básica de Autonomía del Paciente, habían venido resolviéndose por la Sala Primera del Tribunal Supremo, «a partir de la Sentencia nº 565/2009 de 31 de julio, siguiendo el ejemplo de la «Children Act británica de 1985»,(art. 9), partiendo de la posición del Médico como «garante de la salud e integridad del paciente menor de edad», estableciendo una serie de criterios, máximas de experiencia, medios y procedimientos para orientar la determinación de ese interés del menor y paralelamente, su identificación al caso concreto, sentando así la concreción práctica del concepto jurídico de «interés del menor».
Establece esta Sentencia «Proveer, por el medio más idóneo, a las necesidades materiales básicas o vitales del menor (alojamiento, salud, alimentación…), y a las de tipo espiritual adecuadas a su edad y situación: las afectivas, educacionales, evitación de tensiones emocionales y problemas». A continuación, sigue diciendo la Sentencia citada que, «se deberá atender a los deseos, sentimientos y opiniones del menor siempre que sean compatibles con lo anterior e interpretados de acuerdo con su personal madurez o discernimiento».
Sin intención evidente de jerarquizar los criterios de determinación del interés superior, con este orden enumerativo el Tribunal Supremo deja clara la prioridad de satisfacer las necesidades básicas o vitales del menor entre las que cita expresamente su salud. También queda claro que la necesidad de atender a los deseos, sentimientos y opiniones del menor, con ser esencial, se subordina a la compatibilidad de tales deseos, sentimientos y opiniones con las necesidades básicas o vitales del mismo. Es evidente que si la salud es una de tales necesidades básicas, lo será prioritariamente la vida como presupuesto «sine qua non» de todas las demás.
Pero aún cabe destacar otros dos criterios importantes del repertorio que proporciona esta sentencia: «Consideración particular merecerán la edad, salud, sexo, personalidad, afectividad, creencias religiosas y formación espiritual y cultural (del menor y de su entorno, actual y potencial), ambiente y el condicionamiento de todo eso en el bienestar del menor e impacto en la decisión que deba adoptarse».
«Habrán de valorarse los riesgos que la situación actual y la subsiguiente a la decisión «en interés del menor» (si va a cambiar aquella) puedan acarrear a este; riesgos para su salud física o psíquica (en sentido amplio)».
La identificación del «interés superior del menor» con la protección de su vida y su salud y con la consideración de las consecuencias futuras de toda decisión que le afecte, unida al carácter irreversible de los efectos de ciertas intervenciones médicas o de su omisión en casos de grave riesgo, llevaban a cuestionar la relevancia de la voluntad expresada por los representantes legales del menor no maduro cuando su contenido entrañara objetivamente grave riesgo.
Los bienes en conflicto serán de un lado, la vida del paciente menor de edad y en relación con ella, su salud, y de otro, su autonomía y libertad de decisión, sea indirectamente ejercida a través de la representación legal, o sea directamente ejercida cuando se trata de menores emancipados, mayores de 16 años o menores maduros.
No obstante, ante situaciones urgentes los Médicos, a la vista de la redacción del art. 9.3.6 de la Ley de Autonomía del Paciente podrían, sin necesidad de acudir al Juez, llevar a cabo la intervención amparados por las causas de justificación de cumplimiento de un deber o de estado de necesidad justificante.
Sin embargo, siempre que la situación no sea de urgencia, será aconsejable como más respetuoso con el principio de autonomía del menor, plantear el conflicto ante el Juez de Guardia, directamente o a través del Fiscal.
No existe una norma específica que regule el procedimiento a seguir en los casos en los que los Médicos, como garantes de la salud e integridad del paciente menor de edad, ponga los hechos en conocimiento de la autoridad judicial, pero está claro que mediante el cumplimiento de su obligación de poner los hechos en conocimiento de la autoridad, deberá el Juez proceder de oficio, si el mismo es el destinatario directo de la información, o a instancias del Fiscal, si es éste quien recibe la comunicación de los Médicos.
Quizá, en todos los casos que hemos visto, faltó diálogo cuando se quebró la confianza entre facultativos y padres. Una buena comunicación médico-paciente cobra una gran relevancia siempre, pero especialmente en estos casos, cuando esta comunicación falla a partir de ahí, todo se hará más complicado.
Finalmente y ya lejos del frío análisis jurídico, en estos momentos de innegable dolor para todos estos padres, no debería haber espacio para la desesperanza y el desánimo, al contrario, la vida de estos pequeños han sido vidas fructíferas, con sus pocos años o meses de vida y con sus males incurables han contribuido a despertar en muchos casos el sentido común de incontables personas, a abrir nuevas vías en el ámbito de la investigación y a enriquecer debates en el ámbito ético y jurídico. Y esos padres han sabido mostrar hasta dónde puede llevar el amor ilimitado por un hijo, sobre todo si está necesitado de cuidados especiales.