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TRAS EL «REGISTRO DIARIO DE JORNADA», CAOS ORGANIZATIVO, CON «LA JORNADA A LA CARTA»

Tras la entrada en vigor el pasado 12 de mayo de forma efectiva la obligación del registro diario de jornada que impuso, el 12 de marzo de 2019, el Real Decreto 8/2019 de marzo de Medidas Urgentes de Protección Social y de Lucha contra la Precariedad Laboral en la Jornada de Trabajo, y su repercusión mediática junto al desbarajuste general de saber cómo y de qué manera debía registrarse la jornada de los trabajadores en las empresas, lo que todavía suscita más dudas que certezas, han pasado prácticamente inadvertidas importantes modificaciones que afectan y mucho, al día a día de las relaciones laborales tras la reforma llevada a cabo por el Real Decreto-ley 6/2019, publicado en el BOE 7 de marzo.

Este Real Decreto-ley 6/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes para garantía de la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres en el empleo y la ocupación, establece un nuevo criterio según el cual el trabajador tiene derecho a la «conciliación de la vida familiar y laboral» a través de la adaptación de su jornada.
Se trata de una medida del Decreto, que garantiza la adaptabilidad de la jornada, aprobada en el contexto de una batería de medidas de igualdad entre hombres y mujeres en el empleo, sin necesidad de reducir tiempo de trabajoni, por lo tanto, sueldo, siendo además compatible con otros permisos.

A partir de la entrada en vigor del Real Decreto-ley 6/2019, el texto modificado de este apartado señala que «… Las personas trabajadoras tienen derecho a solicitar las adaptaciones de la duración y distribución de la jornada de trabajo, en la ordenación del tiempo de trabajo y en la forma de prestación, incluida la prestación de su trabajo a distancia, para hacer efectivo su derecho a la conciliación de la vida familiar y laboral. Dichas adaptaciones deberán ser razonables y proporcionadas en relación con las necesidades de la persona trabajadora y con las necesidades organizativas o productivas de la empresa. …».

Se establece de este modo el derecho de las personas trabajadoras a solicitar adaptaciones en general de sus condiciones de trabajo, en particular de su jornada, para hacer efectivo su derecho a la conciliación de la vida familiar y laboral.

Añade el inciso, en un siguiente párrafo, que «… En el caso de que tengan hijos o hijas, las personas trabajadoras tienen derecho a efectuar dicha solicitud hasta que los hijos o hijas cumplan doce años. …». De este inciso se extrae que no sólo es un derecho previsto para caso de tener que atender a los hijos o hijas. En ese caso, se gozará del derecho hasta que éstos cumplan doce años. Pero nada impide ejercer el derecho para atender otros casos o, incluso, atender a hijos mayores de esta edad si existen motivos justificados de conciliación de la vida familiar y laboral y una razonable petición del derecho.

El derecho reconocido en el artículo 34.8 se trata de una opción diferente y a distinguir del derecho del 37.6 y 7 de reducción de jornada y concreción horaria.

La propia reforma del texto lo deja claro cuando añade un inciso final indicando expresamente que lo dispuesto en este artículo 34.8 se entiende, en todo caso, sin perjuicio de los permisos a los que tenga derecho la persona trabajadora de acuerdo con lo establecido en el artículo 37. De hecho, mientras que el derecho de reducción a jornada es un derecho incondicionado de ejercicio unilateral por parte de la persona trabajadora, el derecho del artículo 34.8 lo es a solicitar una adaptación de las condiciones de trabajo a partir de una solicitud motivada, razonada y basada en una causa. Se trata de un supuesto de conciliación diferente, de ejercicio y consecuencias distintas, que no supondrá para la persona trabajadora como decíamos al principio el perjuicio salarial asociado a la reducción de jornada.

Es muy importante tener en cuenta que lo que el art. 34.8 ET reconoce es un derecho a solicitar la adaptación y por consiguiente no se está reconociendo un derecho a adaptar, sino a una expectativa de derecho a adaptar mediante solicitud, lo que pone de manifiesto que esta situación y trámites son de una gran amplitud e inconcreción, permitiendo a los trabajadores negociar bilateralmente con la empresa la adaptación de la duración y distribución de la jornada, en la ordenación del tiempo de trabajo y en la forma de prestación, incluido el teletrabajo, que deseen con posterioridad a la conciliación.

Todo lo anterior se basa en el propio contenido de la solicitud en sí, dado que el artículo 34.8 posibilita «… adaptaciones de la duración y distribución de la jornada de trabajo, en la ordenación del tiempo de trabajo y en la forma de prestación, incluida la prestación de su trabajo a distancia …». Reparemos en el importante cambio que supone respecto el texto anterior a la reforma, que se refería en exclusiva a un «… derecho a adaptar la duración y distribución de la jornada …». Por lo tanto, no hablamos tan sólo de un derecho de adaptación de la jornada, sino de un auténtico derecho a adaptar las condiciones de la prestación de servicios.

Afectación de los turnos

La solicitud formulada puede afectar tanto a la duración de la jornada como a la ordenación del tiempo de trabajo, incluso a la forma de prestación. Desde el punto de vista cuantitativo, en cuanto a duración de la jornada, la solicitud puede ir más allá de la posibilidad de reducir la jornada de trabajo y más allá de los límites impuestos por el artículo 37.6 del Estatuto de los Trabajadores, pudiendo pensarse en reducciones fuera de la jornada habitual o con una distribución distinta del tiempo de trabajo. Igualmente, la petición puede afectar a aspectos como la turnicidad, jornada irregular o jornada flexible, incluso a la posibilidad de solicitar el trabajo a distancia, a tiempo completo o a tiempo parcial. Incluso cabría también pensar, haciendo una interpretación extensiva, en la posibilidad de solicitar un cambio de tareas, de puesto de trabajo o incluso de centro de trabajo, si la solicitud atiende a justificación y razonabilidad. En este sentido, se trataría de un derecho ilimitado a solicitar por el trabajador y, previa justificación de su razonabilidad, sólo sujeto a un acuerdo con el empresario o que pueda ser reconocido como ajustado a derecho a una razonable ponderación de intereses.

Todo lo anterior generará una gran cantidad de trámites nuevos como los de abrir por parte de la empresa un proceso de negociación proceso que la Ley limita a un periodo máximo de treinta días, pero como una autentica obligación de negociación que se impone a la empresa una vez solicitado el derecho. La empresa no puede, de este modo, hacer caso omiso a la petición del trabajador, imponiéndose una obligación de negociar, que no es la obligación de llegar necesariamente a un acuerdo. Y esta obligación de negociar lo es de negociar de buena fe, siéndole reprochable a la empresa no ejercer esta negociación y negarse a hablar con el trabajador e intentar alcanzar un acuerdo.

Finalizado este periodo la empresa, por escrito, comunicará la aceptación de la petición, planteará una propuesta alternativa o manifestará su negativa. En este último caso, indicará las razones objetivas en las que se sustenta tal decisión, la cuales pueden ser económicas, técnicas, organizativas y/o productivas. El trabajador por su parte tendrá derecho a solicitar el regreso a su jornada anterior una vez concluido el periodo acordado o cuando considere si no le convence la alternativa que le propone la empresa.

Cuando la empresa manifieste su negativa a la petición formulada por el trabajador, este tendrá un periodo de veinte días para demandar a la empresa ante un Juzgado de lo Social, que se seguirá por los cauces de unprocedimiento de urgencia, regulado en el artículo 139 de la Ley 36/2011, Reguladora de la Jurisdicción Social. Una vez admitida la demanda, deberá celebrarse una vista en un plazo de cinco días y dictarse sentencia en tres, contra la que no cabe recurso, sólo podría recurrir el trabajador si alega vulneración de derechos fundamentales.

En dicha demanda el trabajador podrá acumular la acción de daños y perjuicios, exclusivamente por los derivados de la negativa del derecho o de la demora en la efectividad de la medida.

Es evidente que ante las imprecisiones que contiene la norma, tendrán que ser los órganos jurisdiccionales nuevamente los determinantes, quedando servida una nueva judicialización de las relaciones laborales, y de hecho ya tenemos las primeras resoluciones dadas a conocer por los medios de comunicación respaldando al trabajador y aplicando la jornada a la carta que ha establecido el Real Decreto-ley 6/2019, de 1 de marzo, de medidas urgentes para garantía de la igualdad de trato y de oportunidades.

Demandas por la medida

Así lo están resolviendo los jueces de lo Social en fallos, relativos a demandas presentadas antes y después de que entrara en vigor este nuevo derecho el 8 de marzo de 2019, y así lo están incorporando sentencias de Tribunales Superiores de Justicia (TSJ) en pleitos planteados antes de que la nueva norma alcanzara vigencia, pero que se amparan en ella.

La primera sentencia que aplica de forma directa la nueva norma es del Juzgado de lo Social nº 26 de Madrid y afecta a una cadena de supermercados. Donde una cajera con horario de tarde reclamó una reducción de jornada con turno de mañana, a lo que se opuso la empresa argumentando que colisionaba con la franja de mayor concentración de ventas y clientes. El juez da la razón a la trabajadora y destaca que «ha habido un hito importante que obliga a reenfocar el estado de la cuestión, habida cuenta que la solicitud es de 13 de marzo y ya había entrado en vigor el Real Decreto-ley 6/2019, que ha modificado de forma sustancial el artículo 34 del Estatuto de los Trabajadores (ET) reconociendo el derecho de los trabajadores a adaptar la duración y distribución de la jornada, ordenación del tiempo de trabajo, e incluso la modalidad en que se trabaja, con el objetivo de hacer efectivo el derecho a la conciliación de la vida familiar y personal».

Otro claro ejemplo sería la Sentencia de 12 de marzo de 2019 del TSJ de Canarias que da la razón a la trabajadora indemnizándola igualmente por daños y perjuicios, estableciendo que: «La negativa o limitación empresarial al disfrute del derecho a la conciliación laboral y familiar bien en cuanto a la reducción o en su concreción horaria, cuando no existen razones justificadas como sucede en este caso, puede generar daños».

El desbarajuste va a ser increíble, generando más costes salariales y decotizaciones sociales para las empresas, ya que en el caso del sector sanitario habrá que incentivar los turnos de tarde, noche y fin de semana que van a quedar sin cubrir con el correspondiente incremento de la litigiosidad y costes parejos. Pensemos en las pequeñas y medianas clínicas, que tendrán que probar mediante pruebas periciales ya complejas de por sí, que no pueden otorgar la jornada a la carta solicitada porque colisiona con su organización.

El empresario se queda sin ninguna fuerza, al limitarse su capacidad de organización y dirección de la empresa. Contrata para un turno y el trabajador lo cambia prevaleciendo su derecho con garantía de indemnidad, es decir, que su despido será considerado nulo al ser considerado como posible represalia.


LEY DEL REGISTRO DIARIO DE JORNADA, ¿NORMA DEL SIGLO XX PARA REGULAR EL TRABAJO DEL SIGLO XXI?

Este domingo 12 de mayo de 2019 ha entrado en vigor de forma efectiva la obligación del registro diario de jornada que impuso, el pasado 12 de marzo el Real Decreto 8/2019 de marzo de Medidas Urgentes de Protección Social y de Lucha contra la Precariedad Laboral en la Jornada de Trabajo, tras haber concluido los dos meses de plazo que el Gobierno dio en este Real Decreto para que todas las empresas, ya sea una clínica con un solo trabajador u hospitales con miles, lleven un registro de la jornada de sus trabajadores, que deberá contemplar las horas de entrada al trabajo, las horas de salida y las pausas, mediante un sistema infalible y veraz.

Esta fue una de las iniciativas aprobadas en los llamados decretos de los viernes sociales del Gobierno antes de las elecciones, pero su implantación estaba anunciada desde que Pedro Sánchez venció en la moción de censura, adelantando un cambio en el apartado 7º del artículo 34 del Estatuto de los Trabajadores.
El artículo 10 del citado Real Decreto Ley 8/2019 modifica el artículo 34 del Estatuto de los Trabajadores en un apartado dedicado a la lucha contra la precariedad laboral en la jornada de trabajo, y lo hace en dos sentidos.

– Uno, añadiendo un nuevo apartado, el artículo 34.9, en el que indica cómo la empresa deberá garantizar el registro diario de jornada, que habrá de incluir el horario concreto de comienzo y finalización de la jornada de trabajo de cada persona trabajadora, sin perjuicio de la flexibilidad horaria que también recoge este precepto. A tal fin, y mediante negociación colectiva, acuerdo de empresa o, en su defecto decisión del empresario previa consulta con los representantes legales de los trabajadores en la empresa, se organizará y documentará este registro de jornada. La empresa deberá conservar estos registros durante cuatro años y permanecerán a disposición de las personas trabajadoras, de sus representantes legales y de la Inspección de Trabajo y Seguridad Social.

– Por otra parte, y en segundo lugar, en el apartado 7º del artículo 34 del Estatuto de los Trabajadores, el Gobierno podrá establecer ampliaciones o limitaciones en la ordenación y duración de la jornada de trabajo y de los descansos, así como especialidades en las obligaciones de registro de jornada, para aquellos sectores, trabajos y categorías profesionales que, por sus peculiaridades así lo requieran.

Esto que es algo que la mayor parte de compañías ya realizan, sobre todo las más grandes y con jornadas más rutinarias, levanta inquietud en el sector sanitario en las pequeñas clínicas, o en el entorno del profesional sanitario autónomo principalmente debido al ‘extra’ de carga administrativa y la ausencia de un reglamento que les dé seguridad jurídica.

Una vez más las pequeñas y medidas empresas (pymes), que en el 95 por ciento tienen menos de cinco trabajadores, y los autónomos con un asalariado, cuyos sistemas de trabajo se ajustan más a los objetivos que al horario, serán en definitiva, los más perjudicados por una norma que no ha previsto las particularidades de cada actividad y que colisiona con las nuevas formas de trabajo, como el empleo por objetivos, la distribución irregular de jornada para favorecer la conciliación, los sistemas de trabajo que combinan a la perfección la movilidad laboral, y el teletrabajo.
Controlar la jornada laboral de un trabajador en una cadena de producción, que entra, ficha, se engancha a la cadena de montaje, acaba, ficha de nuevo y se va, no es lo mismo que gestionar la de un comercial, que no siempre empieza o acaba a la misma hora, o de alguien que trabaja desde casa, o de un odontólogo al que se le complica una intervención y su enfermera sigue asistiéndole. Son esos «trabajadores atípicos», cada vez más habituales en el mercado laboral, los que generan más dudas.

A partir de este mismo lunes los inspectores de Trabajo pueden personarse en las empresas para requerirles los registros, que les ayuden a evaluar si en ellas se está produciendo el fraude de no pagar las horas extras, datos que deben almacenarse durante un periodo de cuatro años y a los que únicamente pueden tener acceso a ellos los responsables autorizados de la empresa y el propio trabajador.

Es cierto que paralelamente el Ministerio de Trabajo siendo consciente de la dificultad que acarrea la nueva norma y ha prometido ser «flexible», dejando su ejecución «muy abierta a la negociación colectiva», según han remarcado fuentes de Trabajo. Una «flexibilidad» que tiene en cuenta que no existe todavía un reglamento específico que sirva de guía tanto a empresas como a la inspección de trabajo para cumplir con la ley, dado que el texto publicado por el Boletín Oficial del Estado únicamente describe que este debe ser un medio «fehaciente» y que deje constancia de la hora de entrada y de la salida.
Para este periodo y mientras no se disponga de ese reglamento, el Ministerio de Trabajo está redactando una guía práctica para orientar a las empresas, sería aconsejable, ir dejando constancia documental, para así poder acreditar fehacientemente ante la Inspección de Trabajo, en caso de personarse esta, de que hay una voluntad manifiesta de cumplir con la Ley.
Si una empresa no tiene el registro de jornada se expone a recibir una sanción grave, lo que implica una multa de 626 euros a 6.250 euros.

Si la cantidad es más baja o más alta, lo determinarán los inspectores de trabajo en función del tamaño de la empresa o la facturación, tras lo que vendrán las reclamaciones por horas extra, las cotizaciones complementarias con sus incrementos intereses y sanciones, y no debemos olvidar que una de las reivindicaciones históricas de los sindicatos de inspectores de Trabajo es que la sanción a la empresa que no cumpla con sus obligaciones sobre la jornada sea por trabajador y no por materia. Es decir, que si una empresa tiene 1.000 trabajadores se le pueda imponer otras tantas sanciones con su multa correspondiente al entender que esta medida tendría mucha más capacidad de disuasión.

El registro de la jornada en la práctica conlleva necesariamente elaborar una política de tiempos de trabajo y descanso ya que, si se quiere estar en posición de determinar realmente el tiempo efectivo de trabajo y su ordenación, no sólo se ha de registrar la hora de entrada y salida. También se tendrán que recoger, como mínimo: la política de horas extras, y condiciones para su realización, protocolos de autorización y reconocimiento; el sistema bajo el que operará la distribución irregular de la jornada; las condiciones de ejercicio de los derechos de conciliación de la vida familiar y laboral y las condiciones de preservación del derecho a la desconexión digital que el artículo 88.3 de la Ley 3/2018 de Protección de Datos contempla, especialmente a las empresas que ponen a disposición de sus empleados el uso de herramientas tecnológicas que permiten trabajar fuera de la jornada laboral y del centro de trabajo, a distancia o desde su domicilio, bien sea total o parcialmente. Asimismo, se recogerán los tiempos de presencia en el trabajo que no son de trabajo efectivo y que, hasta la fecha, se consentía como parte de nuestra cultura y los tiempos de trabajo efectivo en los que se producen alargamientos de jornada no solicitados por la empresa, alcanzando mayor relevancia la productividad del personal.
Pero claro, todo esto plantea igualmente que deben hacer las empresas con la flexibilidad consentida, al no descontar pequeñas ausencias o distracciones del personal: las salidas al café, los pitillos de los fumadores, las llamadas por teléfono privadas, los permisos a funciones o llamadas de los colegios de los hijos, las gestiones privadas por internet, necesidades de ausencias cortas por motivos personales o familiares, las asistencias a médicos o centros privados etcétera, cuestiones que prometen ser polémicas, ya que el texto no especifica claramente qué es o no jornada laboral. Eso se resolverá a base de “jurisprudencia”.

Un ejemplo de todas estas dificultades se concreta en las relaciones laborales de carácter especial que, si bien de forma genérica tienen como normativa supletoria la del Estatuto de los Trabajadores, también, la aplicación del nuevo artículo 34.9, atienden prioritariamente a su régimen jurídico particular, como es el caso de los abogados que presten servicios en bufetes, a lo que se les exige que «en todo caso, la distribución de la jornada de trabajo deberá hacerse de tal manera que se asegure el servicio a los clientes y el cumplimiento de los plazos procesales» (art. 14.2 RD 1331/2006, de 17 de noviembre).
Otro ejemplo de relación laboral de carácter especial sería el del alto directivo, cuyo tiempo de trabajo será el fijado en las cláusulas contractuales, siempre que no supongan prestaciones «que excedan notoriamente de las que sean usuales en el ámbito profesional correspondiente» (art. 7 RD 1382/195, de 1 de agosto); con mayor claridad, sería el de los operadores mercantiles dependientes, «la relación laboral a la que esté sujeto el trabajador no implicará sujeción a jornada u horario de trabajo concreto, sin perjuicio de las previsiones contenidas en los pactos colectivos o individuales» (art. 4.1 RD 1438/1985, de 1 de agosto); en el caso de los especialistas en Ciencias de la Salud, «el tiempo de trabajo y régimen de descansos del personal residente serán los establecidos en el ámbito de los respectivos servicios de salud» (art. 5.1 RD 1146/2006, de 6 de octubre), ejemplos todos ellos, no siendo los únicos, que evidencian la dificultad expuesta sobre la aplicación del Real Decreto.

Ni todos los sectores ni todas las empresas son iguales y hubiera sido deseable efectuar distinciones según tipo de actividades, y no de la forma tan improvisada de hacerlo, que puede derivar si no se corrige, no solo en una rigidez del control de horas y actividad de los empleados, sino también en un incremento de la conflictividad y judicialización en reclamación de horas extras, lo que resulta absolutamente contraproducente en la creación de empleo, y en su productividad.


LA EUTANASIA TRAS EL DEBATE ELECTORAL ¿DEBEMOS LEGISLAR LA MUERTE?

El día 3 de mayo de 2018, Rafael Simancas, Portavoz del Partido Socialista, en nombre de su grupo parlamentario y al amparo de lo establecido en el artículo 124 y siguientes del vigente Reglamento del Congreso de los Diputados, presentó la Proposición de Ley Orgánica de eutanasia. Se aprobó su publicación, por el Secretario General del Congreso de los Diputados el 17 de mayo siguiente, materializándose aquella en el Boletín Oficial de las Cortes Generales número 270, del 21 de mayo de 2018.

El 23 de julio 2018 la Mesa de la Cámara acordó encomendar un Dictamen sobre la Proposición a la Comisión de Justicia, abriendo, además, el plazo de 15 días hábiles para que los Diputados y los Grupos Parlamentarios presentasen enmiendas. La Proposición de Ley, tal y como estaba redactada, se tomó en consideración por 208 votos a favor, 133 en contra y 1 abstención.

Ha sido el caso de Ángel Hernández, el que ha relanzado la causa de la eutanasia al autoinculparse de acabar con la vida de su esposa afectada de esclerosis múltiple, incorporando su debate a la campaña electoral previo a las elecciones generales del pasado 28 de abril.

Este debate ha obligado a todos los partidos a posicionarse a favor y en contra. El candidato del PP a la Presidencia del Gobierno, Pablo Casado, ha dejado claro que no promovería una ley sobre la eutanasia. Así, el programa electoral de este partido aboga por impulsar la utilización de las instrucciones previas como fórmula de manifestación de la voluntad de los pacientes ante una situación terminal, comprometiéndose a extender los cuidados paliativos en el Sistema Nacional de Salud garantizando la equidad en el acceso, la atención paliativa domiciliaria y los servicios de cuidados paliativos pediátricos.

El PSOE por su parte promete aprobar una ley para regular la eutanasia y la muerte digna, “defendiendo el derecho a elegir con libertad hasta el último minuto de nuestra vida, y el derecho a recibir la mejor atención médica en su tramo más difícil”, y Ciudadanos promete “una ley de la eutanasia garantista y con consenso», con «otros partidos».

Tras las elecciones generales la Consejera de Salud de la Generalitat ya ha anunciado en estos días que el Parlamento Catalán va a volver a llevar al Congreso el proyecto de ley para la modificación del Código Penal y despenalización de la eutanasia y suicidio asistido.

El caso extremo que ha servido de excusa emotivista para agitar la campaña electoral, y el que supuestamente “exista un consenso absolutamente mayoritario en la sociedad “hace necesario analizar los motivos de esta proposición legal.

En criterio del Observatorio de Bioética-Instituto de Ciencia de la Vida, de la Universidad de Valencia, son tres las motivaciones de fondo que se le pueden atribuir: 1) Porque la sociedad lo demanda. 2) Porque en otros países de nuestro entorno está legalizada. 3) Y por transformar la eutanasia en un derecho. En un detallado análisis de las dos primeras razones concluye, respecto de la primera, que no existe una auténtica y extendida demanda social (que confunde en gran medida eutanasia con muerte digna), sino que lo que se pretende con la norma es, precisamente, promoverla. En cuanto a la segunda, entendiendo nuestro entorno geográfico y cultural por los 29 países de la Unión Europea, tan sólo en 3 de ellos (Bélgica, Holanda y Luxemburgo) se encuentra legalizada la eutanasia. El motivo real es, pues, el tercero, convertir la eutanasia de una posibilidad en un derecho.

El objeto regulatorio central, como expresa el propio título del texto normativo, es, en efecto, la figura de la eutanasia, considerándola en dicho texto como un nuevo derecho individual, inserto en el espacio de la autonomía de las personas para poner fin a la vida de un paciente, cuando éste decide que la conservación de aquella es incompatible con el sostenimiento de su dignidad personal.

El eje central de este proyecto normativo es el reconocimiento, bajo determinadas condiciones, del derecho a disponer de la propia vida, asentado sobre el concepto de persona y en el entendimiento de la existencia de dos posiciones. La de quienes interpretan que aquel derecho se basa en la capacidad de la persona de autonormarse, por un lado, y la de quienes entienden, por otra parte, que la vida humana tiene un valor intrínseco y absoluto, que trasciende, incluso, a la propia voluntad de vivir o morir. Son dos interpretaciones distintas, en definitiva, del artículo 15 de la Constitución Española. La vida como derecho a disposición de su titular o la vida como valor intangible. La decisión de la posición a adoptar es de la máxima trascendencia. En el primer caso la normativa puede, bajo determinados condicionantes, autorizar al aborto o la eutanasia, mientras que en la segunda consideración quedaría legitimada cualquier conducta sostenedora de la vida a ultranza, como el encarnizamiento terapéutico. El texto de la norma, en su Exposición de Motivos, suscribe la primera tesis mencionada cuando afirma que: …no existe un deber constitucional de imponer o tutelar la vida a toda costa y en contra de la voluntad del titular del derecho a la vida. Por esta misma razón, el Estado está obligado a proveer un régimen jurídico que establezca las garantías necesarias y de seguridad jurídica.

El concepto «muerte» parece unívoco, desde un punto de vista ontológico, pero, sin embargo, admite diferentes apreciaciones en los campos ético y jurídico si lo dirigimos hacia la propia vida o hacia la de terceros. La omisión de cuidados vitales, por ejemplo, cobra diferente significado en estas dos diferentes posiciones. El término «matar», o «morir», según lo expresado, puede alcanzar distinto contenido desde un punto de vista jurídico o desde otro moral.

El Derecho es un modo de organizar la convivencia y alcanza particulares dificultades conceptuales y aplicativas en los entornos del comienzo y el final de la vida humana, como es el caso del aborto y la eutanasia.

En ambos casos estos hechos se producen, normal (y deseablemente) en medios medicalizados y hay que fijar las condiciones en las que los profesionales sanitarios no puedan ser imputados, esto es eliminar, en determinados supuestos, la antijuricidad de sus conductas. Así sucede cuando despenalizamos el aborto o la eutanasia en el marco legal condicional de cada una de estas figuras. La Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo se corresponde con el primer caso y la Proposición normativa que estamos examinando atañe al segundo.

El título de la futura norma sobre regulación de la eutanasia no parece demasiado afortunado, pues, aparte de mostrar una visión parcial, puede ser interpretado de manera inadecuada, sin que parezca necesario hacer aclaraciones al respecto sobre este último aspecto. El primer caso es el de la actuación directa del médico sobre el paciente con actos concluyentes que acaben con su vida y en el segundo, es el propio paciente quien acaba consigo mismo, con la ayuda del médico. En un supuesto el médico administra la sustancia o procedimiento y en el otro lo prescribe o proporciona al paciente. Ambos son rechazados, conviene señalar, por la Asociación Médica Mundial en cuanto que se considera el deber hipocrático del médico de conservar la vida y proscribe, por tanto, cualquier acción conducente a acabar con ella.

La declaración oficial sobre la eutanasia de la Asociación Médica Mundial establece que “la eutanasia, que es el acto de terminar deliberadamente la vida de un paciente, incluso a petición del paciente o a petición de parientes cercanos, no es ética”, así como “El suicidio asistido por un médico, como la eutanasia, no es ético y debe ser condenado por la profesión médica. Cuando la asistencia del médico se dirige deliberadamente a permitir que un individuo termine su propia vida, el médico actúa sin ética”.

Confluyen dos derechos de la máxima relevancia, de dos sujetos distintos, en este escenario: El del paciente a decidir sobre su propio destino, en una situación vital complejísima como la que regula la norma, y el derecho del profesional a rechazar el cumplimiento del mandato legal, cuando colisiona con sus convicciones morales (objeción de conciencia en estado puro).

Encontrándose ambos derechos protegidos por la norma sucede aquello que es habitual en el terreno del Derecho Sanitario. Confluyen dos bienes jurídicos en aparente colisión y hay que determinar si debe uno sacrificarse en aras del otro o pueden coexistir y, en este caso, bajo qué forma y condiciones.

Debemos tomar como partida el principio general de que un derecho termina donde empieza el otro y por ello no necesita uno la eliminación del otro para subsistir. El paciente ejerce su legítimo derecho a obtener la privación de su vida, bajo las condiciones y circunstancias legales, pero no puede obligar a un profesional objetor a secundar ese proyecto. A su vez, el profesional que ejerce su, también legítimo, derecho de objeción de conciencia no puede utilizarlo para impedir u obstaculizar el derecho antes mencionado del paciente. Este último ejerce el derecho de disposición de su vida junto con otros derechos y bienes, igualmente protegidos constitucionalmente, como son la integridad física y moral de la persona (art. 15 CE), la dignidad humana (art. 10 CE), el valor superior de la libertad (art. 1.1 CE), la libertad ideológica y de conciencia (art. 16 CE) o el derecho a la intimidad (art. 18.1 CE) .

El 17 de junio de 2011, el Gobierno de España aprobaba el denominado “Proyecto de Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida”, acometiéndose así por primera vez en nuestro país el desarrollo de una normativa dedicada específicamente a la atención médica en la fase terminal de la vida humana en el ámbito nacional. De este modo se seguía una senda abierta por muy diversas Comunidades Autónomas, que habían publicado ya anteriormente sus propias normas al efecto.

No podemos omitir, en el análisis de estas gravísimas cuestiones, poner un contrapunto. En el terreno del análisis del Derecho Sanitario de la atención médica al final de la vida surge siempre, ciertamente, el movimiento impulsor de la regulación de la eutanasia. No se puede desconocer, sin embargo, otra corriente que desde hace varios años viene poniendo en cuestión, por relevantes personalidades en el mundo sanitario, la necesidad de regular la eutanasia en España y así se ha afirmado que, “No es necesario abrir un debate sobre la eutanasia. La línea a seguir son las instrucciones previas, mal conocido como testamento vital y la extensión de los cuidados paliativos”, haciéndose eco de la preocupación, los temores de una profesión y el confusionismo existente en torno a este debate, motivado por un determinado tratamiento de estas cuestiones en el que es y sigue siendo constante la mezcla de conceptos tales como cuidados paliativos, sedación terminal, obstinación terapéutica, eutanasia, suicidio médicamente asistido, o adecuación del esfuerzo terapéutico.

Y estas confusiones terminológicas de la que son ejemplo estos debates, no ayudan a progresar en una reflexión serena y coherente, tal como la sociedad está demandando realmente, que en mi opinión no es el de la legalización de la eutanasia o del suicidio asistido, que indefectiblemente nos alejará de lo que en cambio sí es una realidad social al aseguramiento de dar respuesta formal a muchas personas que sufren porque no hay cuidados paliativos suficientes, lo que afecta a la protección de la dignidad de las personas en el proceso final de su vida y la garantía del pleno respeto de su libre voluntad en la toma de decisiones sanitarias, que les afecten en dicho proceso.

Y las preguntas son obligadas: ¿por qué no se promulga antes la “Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida”, presentado a las Cortes en 2011, la conocida como ley nacional de Cuidados Paliativos? ¿No sería más lógico que se debatiera la eutanasia una vez que estuviera en marcha esta ley de Cuidados Paliativos y se pudiera aplicar a los pacientes terminales una práctica dirigida a eliminar el dolor y a mejorar sus condiciones de vida? ¿Se piensa que si la aplicación de los Cuidados Paliativos fuera efectiva existirían las mismas peticiones de Eutanasia?

Con la regulación de la eutanasia, saltándonos el proceso lógico que se indica, corremos el riesgo de efectuarla al margen de los profesionales sanitarios, pensando en ellos como “agentes”, y olvidando la extremadamente delicada cuestión, que presenta un agudo dilema moral generador del enfrentamiento entre los dos principios fundamentales del derecho a la vida y el derecho a morir dignamente, que es la traducción del derecho a disponer de la propia vida, basado asimismo en la libertad como valor absoluto, lo que exige suma cautela y desde luego la opinión de los profesionales de la salud.

Para prestar una atención integral y de calidad a los pacientes graves o terminales, se hace necesario formar a los profesionales en esta materia, dotar de medios específicos suficientes a los centros sanitarios, no cargar contra los profesionales, ni obligarles a actuar contra sus conocimientos y conciencia. Cualquier ley de “muerte digna” que no cuente con los profesionales sanitarios, como lo que realmente son “garantes de nuestros derechos”, no aportará dignidad ni a los profesionales sanitarios, ni a los pacientes, ni al propio sistema sanitario.

Podemos recordar la experiencia francesa. Desde el año 2005, fecha en que se promulgó la ley sobre la muerte digna y los derechos de los pacientes en Francia, era legal igual que lo es aquí en España, los tratamientos paliativos que pueden acortar la vida, cuyo objetivo prioritario es el alivio de los síntomas que provocan sufrimiento y deterioran la calidad de vida del enfermo en situación terminal. Con este fin se pueden emplear analgésicos o sedantes en la dosis necesaria para alcanzar los objetivos terapéuticos, aunque se pudiera ocasionar indirectamente un adelanto del fallecimiento. El manejo de estos tratamientos paliativos que puedan acortar la vida, también están contemplados en el ámbito de la ciencia moral y se consideran aceptables de acuerdo con el llamado “principio de doble efecto”. Esta cuestión se encuentra expresamente recogida en los códigos deontológicos de las profesiones sanitarias.

En Francia fueron los propios médicos franceses los introductores del término “sedación terminal”, considerando que el marco normativo francés de 2005 sobre cuidados paliativos a los enfermos terminales, aunque de aplicación a la mayor parte de los casos, era insuficiente. La Orden de los Médicos, puso de manifiesto que la Ley de 2005 sobre muerte digna y derechos de los pacientes, no ofrecía ninguna solución para ciertas agonías prolongadas, o para dolores psicológicos y/o físicos que, pese a los medios puestos en marcha, desgraciadamente siguen siendo incontrolables. En esos casos «excepcionales», en los que la atención curativa era inoperante, la Orden de los Médicos, entendió que se imponía la toma de una decisión Médica legítima, que debería ser colegiada, precisando que el paciente debería efectuar la petición de forma «persistente, lúcida y reiterada”. “Una sedación adaptada, profunda y terminal, proporcionada con respeto a la dignidad, planteada como un deber de humanidad por el colectivo Médico”.

Y tras más de tres años de debate, el Parlamento francés aprobó en el pasado año 2017, el proyecto de ley sobre el final de la vida que permite la sedación profunda para pacientes «excepcionales» a los que no se dirigía la Ley Leonetti de 2005, y así conseguir evitar el sufrimiento en enfermos terminales, pero y a pesar de tratarse de una de las grandes reformas sociales del mandato de François Hollande, el Parlamento francés rechaza prohibiendolo la ayuda activa para morir a través de la eutanasia o del suicidio asistido.

Igual suerte han seguido los cuatro proyectos de ley que contemplaban la despenalización de la muerte asistida en Portugal, que fueron rechazados por la Asamblea de la República del país vecino. Todos los textos ante el Parlamento luso -presentados, respectivamente, por los socialistas, el Bloque de Izquierda (BI), Los Verdes y el Partido de las Personas, los Animales y la Naturaleza (PAN)- limitaban la eutanasia a mayores de edad con enfermedades terminales y sin trastornos mentales que afectara la toma de decisión. También establecían que los solicitantes debían manifestar su voluntad de morir en varias ocasiones, y se garantizaba la libertad de conciencia de los médicos.

En España, actualmente, no existe como he indicado, una Ley Básica específica sobre el final de la vida. La regulación del proceso final de la vida de un paciente en España, está resumida, en la actualidad, en dos vertientes: por una parte, en la tipificación como delito de la eutanasia y el suicidio asistido, fijado en la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal; y por otra, en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, que regula la autonomía del paciente y sus derechos. Lo que sí está regulado tanto en una Ley Básica y en todas las comunidades desde hace años es la posibilidad de realizar las denominadas instrucciones previas o voluntades anticipadas, por parte del paciente y el uso de la sedación terminal, por parte de los profesionales de la Medicina.

La autodeterminación del paciente es el eje, en realidad, sobre el que pivota toda la temática de la Medicina al final de la vida, desde la consideración del consentimiento informado como instrumento capital. La Sentencia del Tribunal Constitucional 37/2011, de 28 de marzo declaró al respecto que el consentimiento se integra en el artículo 15 de la Constitución como la facultad de autodeterminación que legitima al paciente, en el uso de su autonomía de la voluntad, para decidir libremente sobre las medidas terapéuticas y los tratamientos que puedan afectar a su integridad, escogiendo entre las distintas posibilidades, consintiendo su práctica o rechazándolas, en cualquier momento de su vida y particularmente al término de la misma.

Y todo lo anterior nos lleva a plantearnos en primer lugar la oportunidad de una ley reguladora de la eutanasia y del suicidio asistido cuando el eje de este proyecto normativo y verdadero propósito de la norma es la reforma parcial del artículo 143 del Código Penal, despenalizando parcialmente diversos supuestos de eutanasia, sin una norma garantizadora del acceso a los cuidados paliativos, a través de una ley básica reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida, cuya línea a seguir son las instrucciones previas y la extensión de los cuidados paliativos.

En segundo lugar, sigue existiendo una gran confusión social sobre el concepto de eutanasia (y su necesidad regulatoria) al confundirla frecuentemente con el concepto de muerte digna. Y prueba de ello es que en la definición legal de “eutanasia”, falta la mención a la situación de terminalidad del enfermo cuando menciona: “actuación que produce la muerte de una persona de forma directa e intencionada mediante una relación causa-efecto única e inmediata, a petición informada, expresa y reiterada en el tiempo por dicha persona, y que se lleva a cabo en un contexto de sufrimiento debido a una enfermedad o padecimiento incurable que la persona experimenta como inaceptable y que no ha podido ser mitigado por otros medios”, lo que permitirá propiciar, con ello, la inclusión de supuestos ajenos al pretendido propósito legal, como el de vidas sin aliciente vital, pero fuera del objetivo de la ley, o aquellos otros casos en los que el enfermo por su cuadro clínico desea terminar con su vida a causa del intenso sufrimiento que le produce su situación médica, pero sin que, necesariamente, esos sufrimientos los produzca la evolución de sus patologías, en la proximidad de la muerte.

El derecho a unos cuidados paliativos adecuados desde la clínica y desde la ética deben ser una realidad desde una Ley Básica Nacional que nos permita ser ayudados por los Médicos, a no sufrir en el proceso final de nuestra vida, derecho sobre el que si existe un consenso total en nuestra sociedad, y en cambio como dijo François Fillon, para explicar su oposición a la eutanasia recogida en una editorial de “Le Monde”, «la cuestión consiste en saber si la sociedad está en condiciones de legislar la muerte”.


EL ACTO MÉDICO Y SU TRASCENDENCIA JURÍDICA

La indagación de la naturaleza y el alcance del acto médico dentro de la esfera más amplia del acto sanitario, me ha preocupado siempre como ‘enfermable’ y como profesional del Derecho. Tiene interés, no sólo conceptual, especulativo, sino también práctico y utilitario.

La aproximación a este concepto debe efectuarse tanto desde el punto de vista del paciente, como desde el de mi profesión jurídica.
Desde el punto de vista del Derecho, hay que comenzar distinguiendo los hechos de los actos, para después subsumir la categoría del acto médico dentro de la teoría general de los actos jurídicos.

Llamamos hecho a todo suceso o fenómeno acaecido en la realidad. Más concretamente, un hecho jurídico es aquel suceso o fenómeno al que el ordenamiento jurídico atribuye la virtud de producir, por sí o en unión de otros hechos, un efecto jurídico. El nacimiento, el paso del tiempo, la enfermedad y la muerte, que son hechos biológicos, constituyen también hechos jurídicos porque la Ley les atribuye una importante trascendencia: la adquisición de la personalidad, la plena capacidad de ejercicio de los derechos, o la extinción de todas las relaciones jurídicas.
Desde muy diversos puntos de vista, pueden clasificarse los hechos jurídicos. Aquí nos interesa deslindar los naturales de los voluntarios.

Son naturales, aquellos hechos jurídicos que proceden únicamente de las fuerzas de la naturaleza; son voluntarios aquellos que, para producirse, precisan un acto humano voluntario.
A éstos últimos hechos, que dependen para su existencia de la voluntad del hombre, denominamos actos. Cuando este acto ocasiona o puede ocasionar, de acuerdo con el ordenamiento, un efecto jurídico, entonces puede hablarse de acto jurídico.

Son por tanto características del acto jurídico:
– El que constituya una actuación humana.
– Que proceda de la voluntad consciente y exteriorizada del hombre y que produzca efectos jurídicos
Clasificación según el punto de vista

Desde luego, que también los actos jurídicos pueden clasificarse desde múltiples puntos de vista.

Pero para nuestro objeto, la clasificación de mayor utilidad es el que los diversifica en lícitos e ilícitos, según sean o no conformes a Derecho. Los actos ilícitos pueden, a su vez, subdividirse en delitos o faltas, que son aquellos tipificados en la Ley Penal, y simples ilícitos civiles.

Entre los actos lícitos, pueden distinguirse a su vez, los actos puros de Derecho, esto es, aquellos actos cuyo efecto jurídico deriva inmediatamente de la Ley, es decir, que el agente no puede obtener un resultado distinto del legalmente establecido; y declaraciones de voluntad, que son aquellos actos en los que la voluntad, además de ser necesaria para el nacimiento del acto, puede configurar el efecto jurídico. Entre las declaraciones de voluntad, se cuentan los negocios jurídicos que son aquellos actos, integrados por una o varias declaraciones de voluntad privada a las que el derecho reconoce como base para el nacimiento, desarrollo, modificación o extinción de una relación jurídica. En el ámbito sanitario, el negocio jurídico por excelencia es el contrato sanitario.

Llegados a este punto, nos es posible intentar una primera aproximación al acto médico. Podría pensarse, como dijo el prestigioso jurista y ex Magistrado del Tribunal Supremo, Luis Martínez-Calcerrada, que toda actuación de un profesional médico en el ejercicio de la actividad que le es típica, podría calificarse como acto médico.
Pero esta idea resulta, y así lo destaca el autor citado, insuficiente para caracterizar con precisión el acto médico.

En este sentido, mi Padre el Profesor Antonio De Lorenzo, concretó en su día el concepto de acto médico desde un doble punto de vista: en primer lugar, dijo, no basta que sea un acto subjetivamente médico, sino también objetivamente médico, es decir, sobre el hombre y para el hombre y con ánimo de prevenir, curar, aliviar o rehabilitar al hombre ante el acoso y riesgo de la enfermedad. Ahora bien, la actividad médica, en cuanto conjunto o sucesión de actos médicos, no opera sólo en el campo biológico humano, sino que se desarrolla dentro de unas coordenadas jurídicas y con unos efectos jurídicos.
La prestación médica constituye, por su naturaleza clínica, una técnica científica, y por su objeto, una conducta humana de conciencia social dirigida a la salud.
Y como quiera que la salud configura un derecho fundamental del hombre y un legítimo interés de la colectividad, en todo acto médico ligado a la prevención, curación o rehabilitación del hombre, o sea, a la tutela de su salud, es preciso distinguir una vertiente clínica científica y otra jurídica social que perfilan al acto médico a la vez como acto biológico y como acto médico-jurídico.

En su aspecto biológico, el acto médico ha sido certeramente analizado por el Profesor Laín Entralgo. Para Laín, el acto médico comprende sólo la relación directa e inmediata entre un Médico y un paciente, a fin de que éste reciba la ayuda técnica necesaria por parte de aquél para el alivio y a ser posible la curación y rehabilitación de la enfermedad, precisando que el acto médico es siempre complejo, diagnóstico-terapéutico, constituyendo el diagnóstico una actividad cognoscitiva, mientras que la terapéutica que se produce por la aplicación de técnicas farmarcotópicas, quirúrgicas, dietéticas y psico y fisioterapeutas y partiendo de que el saber y el conocer del acto médico están integrados en un querer la cura del enfermo, define el acto médico como un saber técnico, ciencia aplicada, o mejor, aplicación de una ciencia, que incluye una prudencia o hábito racional operativo respecto de lo bueno y lo malo para el enfermo y la comunidad.

Pero, concluye Laín, el acto médico no es tan solo una ciencia aplicada, porque sólo es perfecto cuando es experimental. Cuando es un poner a prueba a la realidad. Entonces, la ciencia médica se convierte en ciencia humana ulterior, abierta, conjetural, y osada. Además, en el acto médico han de intervenir el amor al hombre y la voluntad de ayudarle y una ciencia médica aplicada a través de un proceso de modulación, al que constitutivamente pertenecen la política, la ética, la filosofía y el arte.
¿Y el Derecho?

El propio Laín, que ya concibe el acto médico como relación reconoce que, en la sociedad actual, se dirige a un hombre que es visto de tres modos, a veces conexos: como un organismo vivo susceptible de estudio con los métodos de las ciencias naturales; como miembro de un grupo social; o como persona, en visión total o solo psíquica. A lo que Antonio De Lorenzo, añade: Que el primer aspecto sería el biológico, el segundo el social, y el tercero, el de la personalidad, el jurídico.

El acto médico tiene, por tanto, una dimensión de carácter jurídico, que es la primera conclusión que me interesa resaltar.

Partiendo de esa primera aproximación al acto médico como relación entre Médico y paciente, es lo cierto, que constituyendo el ejercicio médico una profesión, la profesionalidad del ejercicio médico inscribe la relación clínica médico-enfermo dentro del ámbito de las relaciones jurídicas en la que ambos ostentan derechos y obligaciones exigibles jurídicamente.

La relación jurídica entre el Médico y el enfermo es, en un primer momento, un asunto puramente privado; un contrato otorgado entre partes. Posteriormente, se añade la consideración del interés público, la salud se proclama como un derecho fundamental del hombre en sociedad, lo que provoca la aparición de técnicas de intervención del poder público. Y ello en un doble sentido: en cuanto los instrumentos o medios de la protección de la salud, necesarios para el acto médico, y la organización económica estructural de su aseguramiento y dispensación desborda la capacidad del Médico como individuo y como profesional, y la capacidad económica del enfermo o enfermable; y en cuanto es necesario proteger a la sociedad contra los daños y peligros derivados de la acción de quienes puedan pretender desarrollar una actividad médica sin la adecuada y reconocida competencia científica y moral.

En el primer aspecto, se ha producido el paso de la relación bilateral e inmediata médico-enfermo, a una relación trilateral o colectiva. El enfermo es “tercero” en el negocio jurídico, aunque siga siendo “segundo” en la relación clínica. El intermediario contrata con el médico sin intervención del paciente y con participación o sin participación económica de éste, aunque en representación y beneficio del mismo. Así, el Médico se encuentra en una doble condición: de deudor del servicio en relación con el intermediario y el enfermo y de acreedor patrimonial solo respecto del intermediario.

Naturalmente, se ofrece con todo ello una exigencia respecto a la consideración económica de la salud. La salud es un bien fungible consumible, de valor económico individual y social, que ha pasado de una consideración providencialista a su inclusión en las coordenadas de los derechos del hombre y, aún sin ser una mercancía, a inmersión en imponderables de mercado. Para el individuo el valor de la salud, aún económico, es inestimable; pero tiene un “costo” cierto – y aceleradamente creciente – para la sociedad, aunque no existan indicadores objetivos para determinar el coste funcional de la salud, y de ahí el axioma de que la salud socialmente no constituye un gasto, sino una inversión.

Llegados aquí hay que extraer dos nuevas conclusiones: que el fin de curar está hoy superado por el de asegurar y promocionar la salud como meta de la actividad médica; y, en segundo lugar, que es preciso combinar este condicionamiento objetivo, con otro subjetivo, que la promoción y el aseguramiento en la salud sean actividades reservadas por la Ley a profesionales sanitarios, y que este ejercicio profesional tenga precisamente por objeto la actividad de aseguramiento y promoción de la salud.

Ello explica que esta actividad haya sido objeto de disciplina jurídica a través del Derecho Sanitario, y que se insista, continuamente, en todas las etapas de nuestra evolución jurídica, hasta llegar a la actualidad en la que cobran especial relevancia los problemas derivados de nuestra pertenencia a la Comunidad Europea.

De ahí que sean dos los criterios fundamentales para poder llegar a una aproximación conceptual del acto médico: el de la legalidad y de la identidad. Por el primero, basta remitirse al ordenamiento jurídico vigente para certificar la autenticidad del acto médico; por el segundo, será preciso investigar la naturaleza y circunstancias de la actividad para concluir si se trata o no de un acto verdaderamente médico.

Desde el punto de vista de la legalidad, hay que insistir en la concurrencia de dos requisitos: uno, subjetivo, que sea practicado por un profesional sanitario; y otro objetivo, que sea ejercitado con arreglo al ordenamiento jurídico científico exigido para actuar sobre la persona humana en contra del derecho fundamental de la intangibilidad.
Para conceptuar el delito de intrusismo, el Art. 403, del Código Penal con la reforma hecha por la Ley 1/2015, de 30 de marzo, dice,” El que ejerciere actos propios de una profesión sin poseer el correspondiente título académico expedido o reconocido en España de acuerdo con la legislación vigente. Es decir, que para conocer, desde el punto de vista penal, cuáles son los actos propios de la profesión, hay que acudir normalmente al resto del ordenamiento.

La referencia a la Ley como límite de la licitud de la actividad sanitaria, no puede significar, sino que, ante un acto que la contradiga, se desencadena el mecanismo represor establecido en la propia Ley, con total independencia de la sanción que ese acto pueda merecer desde otros puntos de vista ajenos a la regulación jurídica de la profesión. Es decir, que, independientemente de otros valores, la actuación profesional, puede por sí misma, en cuanto no se ajuste a la Ley, contravenir normas jurídicas y no jurídicas, e incurrir en sanción. No obstante, la ausencia de definición legal de acto médico, mayoritariamente aceptada y aprobada a nivel europeo, no es absoluta, sino fragmentaria, puesto que en distintas normas jurídicas de rango inferior aparecen diseñados como actos médicos propios, actividades sanitarias determinadas, como sucede en algunos Reglamentos de Cuerpos Médicos o en las antiguas tarifas de honorarios oficiales por asistencia declarados hoy antijuridicos por la CNC, o en el Código de Deontología Médica de 2011 en su artículo 7.1 como novedad, pues no estaba recogida la definición de acto médico en los Códigos anteriores.

En nuestro Derecho, además, para el ejercicio de la profesión, es necesaria la incorporación al Colegio Profesional correspondiente.

Es obvio, pues, que nadie puede ejercer una actividad profesional reservada a los miembros de una corporación si no ostenta una autorización válida y apropiada y no está inscrita en el Colegio correspondiente. Ahora bien, para determinar si un acto constituye el ejercicio de una actividad profesional exclusiva, no existiendo una definición o una enumeración legal de los actos que componen dicha actividad, habrá que acudir al examen de la Ley Profesional aplicable a cada caso particular, y si, aun así, nos encontráramos con una laguna legal, en sustitución del criterio de legalidad, habrá que acudir al criterio de identidad, es decir, al reconocimiento del acto por su naturaleza y circunstancias. Al efecto hay dos señas o señales primarias: la autenticidad y la veracidad.

Autenticidad: la sociedad tiene derecho a que la actividad sanitaria, y más concretamente la actividad médica, por su transcendencia social, se identifique fácilmente como actividad científica (carácter objetivo) y responsable (carácter subjetivo), es decir, que ofrezca solvencia técnica y garantía personal.

Veracidad: en toda actividad sanitaria, y muy especialmente médica, debe respetarse la verdad, evitando que se deformen los hechos o se induzca a error. (honeste vivere –recto, ético, ejercicio-). Por consiguiente, “las afirmaciones que contengan alegaciones que se refieran a la naturaleza, composición, origen, cualidades o propiedades de los productos o prestaciones de servicios (tal como exige con carácter genérico el Estatuto de la Publicidad), serán siempre exactas y susceptibles de prueba. Y el engaño se produce no sólo cuando, en efecto, se miente positivamente, como también cuando se ocultan factores relevantes.

Se comprende que la determinación de los actos médicos, a falta de una definición legal, sea una cuestión de hecho cuya apreciación haya quedado encomendada a los Tribunales, en función de las circunstancias en que los hechos se hayan producido; pero he aquí que nuestra jurisprudencia es también no sólo escasa, sino también pobre.

Como consecuencia de todo ello, habrá que acudir a la doctrina. Entre nosotros quien más se ha acercado, aunque indirectamente y desde el campo penal a este problema, al hablar del “tratamiento médico” o de la “actividad curativa” ha sido el Jurista Carlos Romeo Casabona. Después de hacer un resumen de definiciones del “tratamiento médico-quirúrgico”, desde Stooss (1898) hasta nuestros días, propone como síntesis la siguiente: “Aquella actividad profesional del médico, dirigida a diagnosticar, curar o aliviar una enfermedad, a preservar (directa o indirectamente la salud) o a mejorar el aspecto estético de una persona”. Al decir “actividad” habrá que interpretar en esta definición no sólo facultad de obrar, sino también conjunto de actos y aunque se refiere primariamente al “tratamiento médico-quirúrgico” distingue acertadamente entre el mismo y el “tratamiento terapéutico”.

De ahí que podamos entender por acto médico, actualizando la doctrina de mi Padre Antonio De Lorenzo, “cualquier actividad autónoma sobre la persona humana, a efectos preventivos, curativos o paliativos, en orden a la investigación, detección, diagnóstico, prescripción, tratamiento y rehabilitación de la salud, cuya realización está reservada por la Ley a los profesionales con aptitud científica y corporativa acreditada por la posesión del título universitario procedente y su inscripción en el Colegio correspondiente.”

Subrayando la autonomía como circunstancia fundamental, pues sólo el profesional tiene soberanía terapéutica sobre el acto médico, aunque puedan ejercitar actos médicos auxiliares o delegados otras personas sin la titulación requerida.

Tal reserva terapéutica no obsta para que el personal auxiliar sanitario o de otras profesiones sanitarias y no sanitarias puedan realizar actos coadyuvantes de cooperación o de ejecución colaborativa, bajo la dirección o prescripción del profesional titulado e incluso directamente aquellos que por delegación de éste o por atribución legislativa, les estén específicamente señalados; pues tales aportaciones para la consecución de los fines de salud sobre el hombre, deberán tener lugar siempre bajo la superior responsabilidad directiva y decisiva y, por tanto, no podrán dar lugar a actos médicos autónomos, sino con carácter excepcional, especificados individualizadamente en las guías de las distintas profesiones capacitadas al efecto.

Si la salud es un derecho, la tutela de la salud (prevención, recuperación y promoción) es un deber, que el Estado debe garantizar dentro de la relatividad humana. De donde se infiere que el Sistema Nacional de la Salud y la actividad del médico constituyen imperativos de justicia social en cuanto distribuyen y redistribuyen salud. El acto médico ya no es sólo un acto técnico-científico que afecta a la biología del hombre, sino es también un acto jurídico social que a través de la biología del hombre tiende a mantener o recuperar el equilibrio fundamental de la salud, que no es sólo un bien espiritual, sino también socioeconómico, patrimonial, y lo asegura o restaura.

La actividad médica se plantea, así como exigencia de justicia social desde el momento en que existiendo un bien no equitativamente distribuido o sujeto a alteraciones tanto de la naturaleza como del contexto social es preciso hacerlo de forma mejor, más justa, sobre todo en cuanto no alcance a cubrir los presupuestos elementales a las necesidades del hombre en orden a su realización con dignidad y libertad.

Hay que replantearse la justificación y legitimidad del ejercicio médico en función del derecho a la salud. Si la medicina no es un ejercicio de libre competencia; si la sanidad postula un servicio ordenado para la salud pública, y si está reservada a una determinada profesión titulada, no se busca con ello tanto proteger una corporación honesta y benéfica cuanto reprimir la autenticidad, la incompetencia o la competencia desleal, en cuanto éstas implican atentados o lesiones a un bien fundamental del hombre. Por otra parte, los continuos avances técnicos producen un incesante incremento del poder médico sobre la personalidad. Este riesgo exige una también seguridad adicional dentro del riesgo superior de la contingencia sanitaria.

El acceso a salud no es sólo un bien inmaterial, pues puede traducirse en bienestar efecto, y por ello el poder público tiene que convertirse en garante y aún gestor de esta fundamental aspiración, armonizando lo individual y personal con lo comunitario y social al tiempo que el médico, sin perder su personalidad ni la iniciativa privada, como estímulos vitales y garantías de libertad, tiene que acertar a integrarse en un sistema de acciones y servicios sociales para atender la demanda de salud y promoción personal que rebase decididamente los límites de lo privado, y de ahí que el acto médico, por cuanto distribuye o redistribuye salud, sea un acto de derecho y de justicia, en cuanto da a cada uno lo que es o debe ser suyo, lo que le corresponde (“suum cuique tribuere”), es decir, el grado de salud que el hombre, por el mero hecho de ser hombre, aparte de miembro de una comunidad, le pertenece. El acto médico no es, así, un mero acto de liberalidad o un negocio jurídico bilateral, sino un acto de justicia, y de justicia social, con todo lo que de grandeza y servidumbre todo acto de justicia conlleva.


¿ESTAMOS PREPARADOS PARA UN REBROTE DE VIRUELA?

En octubre de 2016, y con motivo de la celebración del XXIII Congreso Nacional de Derecho Sanitario, tuvimos la oportunidad de debatir sobre los problemas jurídicos asociados a las grandes crisis sanitarias: químicas, biológicas, radiológicas, nucleares y terroristas de explosivos (CBRNE), contando para ello con reconocidos investigadores, como el experto en Bioderecho, el Dr. Íñigo de Miguel Beriaín, el Dr. Fernando José García López, responsable de la Unidad Epidemiológica Clínica del Hospital Universitario Puerta de Hierro (Área de Epidemiología Aplicada. Centro Nacional de Epidemiología. Instituto de Salud Carlos III); el Profesor Emilio Armaza Armaza, profesor de Derecho Penal y de Biomedicina y Derecho de la Universidad de Deusto, así como con el experto D. Rafael Jesús López Suárez, miembro de la Comisión para el ébola del Consejo General de Enfermería.

¿Cuál fue nuestra justificación para tratar sobre los problemas jurídicos asociados a estas posibles crisis sanitarias? Pues analizar, en una de las reuniones de la Comisión Científica de la Asociación Española de Derecho Sanitario, cómo la historia de la humanidad muestra que las pandemias han sido una realidad que nuestros antepasados tuvieron que afrontar con regularidad en el pasado.

Algunas de ellas, como la peste negra, que estalló concretamente entre 1346 y 1347, se llevó consigo a cerca de la mitad de la población total de Europa, o más recientemente, la Gripe Española de 1918, pandemia considerada una de las más devastadoras de la historia que mató entre 1918 y 1920 a más de 40 millones de personas en todo el mundo; o por último los 300 millones de personas que se estima murieron de viruela a lo largo de su historia.

En 1967, entre 10 y 15 millones de personas contrajeron la viruela, y la Organización Mundial de la Salud lanzó una campaña mundial de erradicación basada en la vacunación, y aunque erradicada en 1979, sigue existiendo la posibilidad de que vuelva a amenazarnos especialmente en los Estados Unidos después de los ataques terroristas de 2001. Pese a que el riesgo de dicho ataque bioterrorista es muy bajo, los Estados Unidos han acumulado suficientes vacunas para tratar a todos sus ciudadanos. Sin embargo, el progresivo desarrollo de la investigación biomédica y la aparición de medios mucho más eficaces para aislar los brotes en sus primeras etapas hicieron que durante muchos años se pensara que esta clase de terribles episodios difícilmente volverían a mostrar la virulencia de otros tiempos. Tanto, de hecho, que cuando la OMS activó los mecanismos necesarios para afrontar una crisis de este tipo con ocasión de la gripe A, no fueron pocos los que la tildaron de alarmista, cuando no, directamente, de culpable de alguna forma de despilfarro de recursos públicos (en connivencia, por supuesto, con los intereses de la industria farmacéutica, que parece ser el malvado de todas las conspiraciones contemporáneas).

Pero la realidad es tozuda, mostrando cómo la aparición de un caso de ébola en Madrid, o de una caso como el de la presencia del virus de la fiebre hemorrágica de Crimea-Congo en nuestra geografía, agente infeccioso también como el ébola (del máximo nivel de riesgo conocido), hace que estemos muy lejos de vivir en ese mundo idílico en el que las grandes crisis sanitarias se afrontarían sin mayor incidencia. Y esta semana pasada cuando el prestigioso periodista y físico José María Fernández Rúa publicaba en La Razón, “seguimos indefensos ante el bioterrorismo” en su columna habitual de caleidoscopio, comentando como en los Presupuestos Generales del Estado para 2019, aprobados por el Consejo de Ministros, y pendientes por ahora del Parlamento, contemplan cómo España podría elaborar una serie de planes de actualización del Plan Nacional de la Viruela entre otros objetivos frente a amenazas con fines terroristas teniendo en cuenta que en el año 2003, España adquirió dos millones de vacunas diluidas contra la viruela, que nunca fueron aprobadas por la Agencia Europea del Medicamento por sus efectos secundarios y que actualmente están caducadas.

Situación que lógicamente en frío no puede generarnos más que intranquilidad. Incluso si miramos exclusivamente a nuestro mundo desarrollado –que es el que de verdad nos genera inquietud, de otra forma nunca se explicaría el desarrollo que han seguido estos brotes-, resulta palpable que no sólo no contamos con medios clínicos para asegurar una fácil respuesta a toda patología, sino que, además, estamos muy lejos de contar con una preparación adecuada para dar una respuesta adecuada a los retos sociales que les son implícitos.

Piénsese, en este sentido, en todos los anómalos comportamientos que un solo caso de ébola fue capaz de generar en el breve plazo de tiempo en el que puso en jaque a las autoridades sanitarias. De ahí que resulte absolutamente necesario plantearnos urgentemente la vigencia de las herramientas con las que contamos para afrontar una emergencia de este calibre. Sin embargo, difícilmente conseguiremos hacerlo si no tenemos presente también que el Derecho y la Ética desempeñan un papel fundamental a la hora de dar cumplida respuesta a estas situaciones, que encierran numerosas cuestiones que van más allá de lo que las Ciencias de la Salud pueden afrontar.

Baste, a este respecto, tener presente que en un escenario en el que el personal del sector salud se ve a sí mismo en inminente peligro, empiezan a aflorar fuertes tensiones entre sus deberes hacia la humanidad, los propios pacientes, la familia o, simplemente, la necesidad de salvaguardar la propia existencia. Como consecuencia, puede suceder perfectamente que sean muchos los profesionales que opten por evitar el contacto con los pacientes o con sus compañeros encargados de atenderlos, pidan una baja laboral por motivos como la depresión o el estrés o, simplemente, dejen de asistir a su puesto de trabajo. En tales circunstancias, ¿cómo hemos de actuar? ¿Podemos forzar la voluntad del personal sanitario, intentando restablecer la normalidad en el servicio a través de la aplicación taxativa del marco jurídico? ¿Resultaría esto posible o, siquiera, juicioso?

Conductas altruistas

Imaginemos ahora un caso completamente diferente, esto es, la posible aparición de conductas claramente altruistas ligadas a lo extraordinario de las circunstancias. Esto, que puede parecer chocante a primera vista, no lo es tanto en un escenario tan complejo como el que plantea una gran crisis química, biológica, radiológica, o terrorista en la que los servicios sanitarios se colapsan.

En tal coyuntura, a menudo fluyen voluntarios dispuestos a arriesgar su salud o incluso su vida para ayudar a salvar otras, siendo algunos de ellos (personal sanitario jubilado, personal con formación básica para según qué tareas, expertos en seguridad en paro, etc) potencialmente muy valiosos. Con todo lo que tiene de loable, este escenario también abre preocupantes cuestiones, como ¿cuál sería el estatuto jurídico de esas personas? ¿Cómo asegurar que actúan libremente habiendo entendido el riesgo? ¿Qué privilegios habría que otorgarles, caso de que sea así? Obviamente, estas preguntas necesitarían de respuestas, por mucho que las circunstancias fueran complejas.

A todo lo anterior hay que unir, por fin, otras cuestiones no menos trascendentales, como las que afectan al enfermo contagioso (qué límites reales podemos establecer a sus derechos, cuál es el efecto real de la cuarentena en caso de pandemia sobre su comportamiento, cuál es la fuerza coercitiva real del Derecho en tales casos, etc.), a los productos farmacéuticos (¿Podemos obligar a la industria a producir un fármaco concreto? ¿Qué ocurre con las patentes? ¿Qué garantías asociadas a los ensayos clínicos podemos obviar por motivos razonables?), o a la gestión de datos (¿Tenemos que mantener las mismas garantías en el tratamiento de datos en situaciones de emergencia? ¿Podemos acceder a los historiales clínicos sin contar con autorización? ¿Bajo qué condiciones?). Todos estos problemas y otros muchos más que a buen seguro olvidamos siguen demandando una respuesta urgente por parte del Derecho Sanitario. Sin embargo, no creo descubrir nada nuevo si avanzo que estamos muy lejos de proporcionarla.

Nos hallamos, por consiguiente, en una situación en la que las lagunas jurídicas son más que notorias, lo que no deja de ser preocupante. Obviamente, en circunstancias excepcionales el ordenamiento jurídico estatal siempre permitiría utilizar recursos como la declaración de estados excepcionales para tapar estas carencias, pero no parece en absoluto que este sea un mecanismo adecuado para tratar problemas de esta índole.
Aunque en España el fenómeno terrorista no es un problema nuevo, especialmente tras el atentado terrorista de 2004 en Madrid, y posteriormente en Barcelona, a nivel global el terrorismo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, ha ido modificando sus
métodos de organización y funcionamiento, intentando aprovechar las debilidades de los Estados y recurriendo a las tecnologías de la información modernas (internet, redes sociales, mensajería encriptada) para aumentar el impacto de sus atentados, y con ellos mostrando no solo la fragilidad de nuestras fronteras para hacer frente a los nuevos desafíos mundiales, que al ser de naturaleza global, afectan igualmente a la gestión de la atención de salud, también en este tipo de episodios junto con las controversias existentes respecto a la organización de la asistencia sanitaria y los aspectos sin resolver de la misma, así como a su relación con el funcionamiento de los hospitales.

Ante esta certeza, no cabe sino concluir que necesitamos una estrategia enfocada a trazar un marco ético-jurídico que dé una respuesta global a todas las grandes crisis sanitarias derivadas de agentes químicos, biológicos, radiológicos, nucleares y explosivos que puedan presentarse en el futuro, cambiando las actuales incertidumbres por mínimas certezas, aun siendo plenamente conscientes de que, pese a ello, siempre surgirán situaciones imprevistas. Y, lo que es más, necesitamos de ese marco urgentemente, porque estas grandes crisis sanitarias no se anuncian, sino que surgen de un día para otro y apenas dan tiempo a reaccionar. Lo que tengamos previsto antes de ese momento será lo único que nos permita actuar más o menos adecuadamente.

Pensémoslo fríamente ¿Estamos preparados?


HUELGA DE HAMBRE Y ALIMENTACIÓN FORZOSA

El inicio de la huelga de hambre indefinida de los políticos presos catalanes, Jordi Sánchez y Jordi Turull, con la que buscan presionar al Gobierno y a la justicia con la vista puesta en el juicio a los promotores del referéndum del 1-O, obliga a su análisis desde la estricta perspectiva jurídica, especialmente cuando la prensa general no ha tardado en recordar otros ejemplos de huelgas de hambre con incidencia mediática y política, como las de los miembros de los Grapo, Juan José Crespo Galende, y José Manuel Sevillano, los dos únicos reclusos fallecidos por huelga de hambre en España; el terrorista de ETA José Ignacio de Juana Chaos, o la de la activista saharaui Aminatou Haidar en el aeropuerto de Lanzarote.

Con esta huelga de hambre reivindicativa, iniciada la semana pasada los presos Jordi Sànchez, y Jordi Turull, a los que se han unido Joaquim Forn y Josep Rull, colocan a la Administración de Justicia y el Estado ante la alternativa de revocar su situación como presos preventivos, o condicionar el propio funcionamiento del Tribunal Constitucional ante la supuesta imposibilidad de ejercer sus derechos políticos, justificación esgrimida para su protesta, o presenciar pasivamente el riesgo de su muerte, planteando así un conflicto que esencialmente se produce entre el supuesto derecho del huelguista al ejercicio de su derecho de libertad hasta el extremo, incluso de ocasionar su propia muerte, sin injerencia ajena alguna, y el derecho-deber de la Administración penitenciaria de velar por la vida y salud de los internos sometidos a su custodia, que le impone la normativa Penitenciaria, conflicto que se proyecta no sólo en relación con el derecho a la vida, sino también sobre otros derechos fundamentales, en su día tratados por el Tribunal Constitucional con motivo de las huelgas de hambre, de los miembros de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) presos en cárceles españolas que se declararon en huelga de hambre, para revertir la política de dispersión de presos de la banda terrorista, y que hoy constituyen piezas clásicas de nuestro Derecho y especialmente del Derecho Sanitario.

El Tribunal Constitucional se pronunció sobre la legitimidad de la posibilidad de alimentar forzosamente a los presos en las sentencias 120/1990, 137/1990, 11/1991 y 67/1991. Siguiendo al pie de la letra al Tribunal Constitucional, la decisión de arrostrar por parte de los huelguistas, su propia muerte no es un derecho, sino simple manifestación de libertad genérica, en la que es oportuno señalar, la relevancia jurídica que tiene la finalidad que persigue el acto de libertad de oponerse a la asistencia médica.
Puesto que no es lo mismo usar de la libertad para conseguir fines lícitos que hacerlo con objetivos no amparados por la ley y, en tal sentido, una cosa es la decisión de quien asume el riesgo de morir en un acto de voluntad que sólo a él afecta (en cuyo caso podría sostenerse la ilicitud de la asistencia médica obligatoria o de cualquier otro impedimento a la realización de esa voluntad) y cosa bien distinta es la decisión de quienes, hallándose en el seno de una relación especial penitenciaria, arriesgan su vida con el fin de conseguir que la Administración deje de ejercer o ejerza de distinta forma potestades que le confiere el ordenamiento jurídico, pues en este caso la negativa a recibir asistencia médica sitúa al Estado, en forma arbitraria, ante el injusto de modificar una decisión, que es legítima mientras no sea judicialmente anulada, o contemplar pasivamente la muerte de personas que están bajo su custodia y cuya vida está legalmente obligado a preservar y proteger.

Por consiguiente, no existe solamente la opción de la excarcelación como consecuencia del riesgo de su vida, sino que, desde la perspectiva del derecho a la vida, la asistencia médica obligatoria autorizada por resolución judicial, sería la opción legal correcta al no vulnerar ningún derecho, porque en éste no se incluye el derecho a prescindir de la propia vida, ni es constitucionalmente exigible a la Administración Penitenciaria que se abstenga de prestar una asistencia médica que, precisamente, va dirigida a salvaguardar el bien de la vida que el art. 15 de la Constitución protege.

Es cierto que con posterioridad a la jurisprudencia sentada por el Tribunal Constitucional se promulgaron la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica de Autonomía del Paciente y de Derechos y Obligaciones en Materia de Información y Documentación Clínica, consecuencia del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del ser Humano con respecto a las aplicaciones de la Medicina y la Biología, también conocido como Convenio de Oviedo, en vigor en España desde el 1 de enero de 2000, normativas que sancionan que toda actuación médica necesita el consentimiento previo del interesado y aunque ha habido ocasiones como para que el Tribunal Constitucional pudiera revisar el criterio sentado, de aquellas resoluciones judiciales que, a partir de la jurisprudencia sentada, han ordenado la alimentación forzosa de una persona privada de libertad, cuando esté en peligro su salud o su vida, la realidad es que no han sido recurridas ante el alto Tribunal ni por los afectados ni por la Administración.

Solamente existe un pronunciamiento posterior del TC, aunque en otro contexto, (STC 37/2011, de 28 de marzo) estableciendo que la autonomía en el ámbito de la salud es parte del contenido del derecho a la integridad moral y lo que se debe garantizar es, la facultad de “impedir toda intervención no consentida en el propio cuerpo”.

Históricamente, han tenido lugar tratamientos sanitarios obligatorios prescindiendo del consentimiento y de la negativa al tratamiento, señaladamente en dos casos: la huelga de hambre en la cárcel y la negativa de los Testigos de Jehová a recibir transfusiones sanguíneas. En la actualidad se imponen también tratamientos médicos obligatorios en el caso de los trastornos alimentarios (anorexia y bulimia).

Los tratamientos sanitarios obligatorios, constituyen una excepción al principio del consentimiento que se establece en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica de Autonomía del Paciente, tanto de manera positiva – es decir, la necesidad de recabarlo – como negativa – esto es, el derecho a negarse a un tratamiento.
Esta excepción al consentimiento está prevista normativamente para dos supuestos, como son aquellos casos en los que se pone en riesgo la salud pública, la salud de terceros (artículo 2 de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública y artículo 9.2. a) de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre), que, por razones obvias, no resulta de aplicación al caso de la huelga de hambre.

Y, el segundo de los supuestos en que los profesionales sanitarios están habilitados legalmente para prescindir del consentimiento del paciente a la hora de llevar a cabo un determinado tratamiento es el contemplado en el artículo 9.2.b) de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, es decir cuando exista riesgo inmediato grave para la integridad física o psíquica del enfermo y no sea posible conseguir su autorización, consultando, cuando las circunstancias lo permitan, a sus familiares o a las personas vinculadas de hecho a él.

Pero no puede olvidarse al respecto que, junto con la validez jurídica de un tratamiento sanitario obligatorio, hay que tener en cuenta el problema de la eficacia de tal tipo de medidas, esto es, si resulta oportuna o no (además de legal) e igualmente, la necesidad de respetar el principio de proporcionalidad en el tratamiento (especialmente en el “quantum” de la medida adoptada) para que la actuación sea legal.En los dos casos comentados, existen dos importantes diferencias con la situación fáctica invocada al anunciarse la huelga de hambre de los dos presos independentistas Jordi Sànchez y Jordi Turull, con la huelga de hambre que mantuvo durante 32 días la activista saharaui Aminatou Haidar en el aeropuerto de Lanzarote: la primera de ellas estriba en que, en éste último caso no existía una relación de especial sujeción entre ella y cualquier autoridad administrativa, similar a la de Instituciones Penitenciarias y los reclusos y, la segunda de ellas, consistía en que, a diferencia del caso relativo a los Testigos de Jehová, no se había acudido por la Sra. Haidar a los servicios sanitarios demandando un determinado tratamiento que, al no poder ser practicado por los profesionales sanitarios de una determinada forma, se rechaza por aquélla.

En efecto, el artículo 12 de la Ley Orgánica 4/2000, de 11 de enero, sobre derechos y libertades de los extranjeros en España y su integración social, respecto al derecho a la asistencia sanitaria, no imponía a las personas incluidas en el ámbito de aplicación de dicha norma ninguna relación de especial sujeción, limitándose a señalar que los extranjeros que se encontraran en España inscritos en el padrón del municipio en el que residan habitualmente, tenían derecho a la asistencia sanitaria en las mismas condiciones que los españoles, así como, los extranjeros que se encuentren en España tienen derecho a la asistencia sanitaria pública de urgencia ante la contracción de enfermedades graves o accidentes, cualquiera que sea su causa, y a la continuidad de dicha atención hasta la situación de alta médica.

Ha de considerarse, por último, la eficacia de las instrucciones previas en la materia que se está examinando, esto es, otorgar un documento de voluntades anticipadas para que, llegado el caso de que la persona que se mantiene en situación de huelga de hambre no mantiene la consciencia, tiene que observarse por los profesionales sanitarios lo dispuesto en dicho documento que, básicamente, consiste en la negativa de la persona a recibir alimentación.

El artículo 11.3 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, declara que no serán aplicadas las instrucciones previas que resulten contrarias al ordenamiento jurídico o a la “lex artis”. Y, desde esta perspectiva, las dudas son más que razonables acerca de si una voluntad anticipada en los términos expresados anteriormente, resulta conforme o no con la “lex artis ad hoc” para el caso de la huelga de hambre, existiendo una relación de especial sujeción. En síntesis de todo lo expuesto, y siguiendo a nuestro alto Tribunal, se debe finalizar con la conclusión de que la asistencia médica obligatoria, autorizada por resolución judicial, no vulnera ningún derecho fundamental, constituyendo tan sólo una limitación del derecho a la integridad física y moral garantizada por el art. 15 de la Constitución, y unida ineludiblemente a ella una restricción a la libertad física, que vienen justificadas en la necesidad de preservar el bien de la vida humana, constitucionalmente protegido y que se realiza mediante un ponderado juicio de proporcionalidad, en cuanto entraña el mínimo sacrificio del derecho que exige la situación en que se hallan aquéllos respecto de los cuales se autoriza.

Posicionamiento en la misma línea que la del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que en resoluciones como la del Caso Nevmerzhitsky v. Ukraine, avaló la posibilidad de nutrir contra la voluntad del huelguista para evitar la muerte si ello era imprescindible para proteger su vida, y existiera un riesgo real e inminente de fallecimiento, al no ser alimentado, siempre y cuando esta alimentación se efectuará de forma no humillante, degradante ni agresiva. (Caso Ciorap v. Republic of Moldova).


POR FIN LA LEY DE DERECHOS Y GARANTÍAS EN EL PROCESO FINAL DE LA VIDA

La celebración de la jornada de la Organización Médica Colegial titulada ‘El final de la vida en los medios de comunicación’ junto a la Sección de Derecho Constitucional de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, institución esta última en la que se realizó el encuentro en la que se alertó del problema que supone que, entre 70.000 y 100.000 pacientes terminales no reciban cuidados paliativos en nuestro país.

Unido, a que también en este mismo mes el Congreso de los Diputados haya concluido los trabajos de la ponencia de la Ley de derechos y garantías de las personas en el proceso final de la vida, propuesta por el grupo parlamentario Ciudadanos, nos lleva una vez más a volver a respaldar la necesidad, esta si real, de esta regulación del ejercicio de los derechos de la persona ante el proceso final de su vida y los deberes del personal sanitario que atiende a los pacientes que se encuentren en esta situación, así como las garantías para la dignidad de la persona que las instituciones sanitarias deben estar obligadas a proporcionar con respecto a ese proceso.

Necesidad de regular que ya viene de lejos, pues si bien los derechos de los pacientes en relación con la información y documentación clínica, y la regulación de las instituciones más conectadas con el proceso final de la vida, cuales son el consentimiento informado y las instrucciones previas, se encuentran reguladas en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos de información y documentación clínica, no es menos cierto que al final se ha ido configurando una normativa dispersa que incluye dentro de su ámbito de aplicación lo que pudiera definirse como “decisiones al final de la vida” (que no se refieren siempre a esta materia pero que guardan una especial conexión con ella como acontece con las instrucciones previas), y normativa de las Comunidades Autónomas de muy diverso rango, razón está que respalda la necesidad de una regulación específica de ámbito nacional.

El Parlamento de Andalucía aprobó la Ley 5/2003, de declaración de voluntad vital anticipada, así como la Ley 2/2010 de derechos y garantías de la persona en el proceso de muerte. Cronológicamente, a ésta le siguieron: la Ley foral 8/2011 de derechos y garantías de la persona en el proceso de la muerte, del Parlamento de Navarra; la Ley 10/2011 de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de morir y de la muerte, de las Cortes de Aragón; la Ley 1/2015 de derecho y garantías de la dignidad de la persona ante el proceso final de su vida, del Parlamento de Canarias; la Ley 4/2015, de derechos y garantías de las personas en el proceso de morir, del Parlamento de las Islas Baleares; la Ley 5/2015 de derechos y garantías de las personas enfermas terminales; la Ley 4/2017, de 9 de marzo, de Derechos y Garantías de las Personas en el Proceso de Morir, de la Comunidad de Madrid y la Ley 16/2018, de 28 de junio, de la Generalitat Valenciana , de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de atención al final de la vida.

El 17 de junio de 2013, el Gobierno de España aprobaba el denominado “Proyecto de Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida”, acometiéndose así por primera vez en nuestro país el desarrollo de una normativa dedicada específicamente a los cuidados paliativos en la fase terminal de la vida humana en el ámbito nacional, siguiendo así la senda abierta por las Comunidades Autónomas.

La evolución jurisprudencial y no tanto normativa, de sentencias primero de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo que plantearon la consideración del consentimiento informado como “un derecho humano fundamental”, que bien interpretadas solo pretendieron evitar una interpretación que pudiera reducir la legalidad a un mero requisito formal cuyo cumplimiento careciera de consecuencias jurídicas, y a pesar de haberse entendido que, obviamente, el consentimiento informado no figuraba en el elenco de derechos fundamentales que se establecen en los artículos 14 a 29 de la Constitución, la Sentencia del Tribunal Constitucional 37/2011, de 28 de marzo, declaró al respecto que formaba parte del artículo 15 de la Constitución, una facultad de autodeterminación que legitima al paciente, en uso de su autonomía de la voluntad, para decidir libremente sobre las medidas terapéuticas y los tratamientos que puedan afectar a su integridad, escogiendo entre las distintas posibilidades, consintiendo su práctica o rechazándolas, y señalando el Alto Tribunal precedentes al respecto como sucede con la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 29 de abril de 2002 (caso Pretty contra Reino Unido) y del propio Tribunal Constitucional como acontece con el caso enjuiciado en la Sentencia 154/2002, de 18 de julio de 2009.

Estos pronunciamientos obligaron en su día a plantearse si el rango de ley ordinaria con el que pretendía aprobarse el Proyecto era o no el adecuado cuando el contenido de la norma que se proyectó afectaba a potenciales derechos fundamentales, o se conectaba directamente por el Tribunal Constitucional con alguno de los derechos fundamentales consagrados en nuestra Constitución.

Precisamente “Unidos Podemos” registró su proposición de Ley como Orgánica, al ser sobre la Eutanasia, dado el objetivo bien distinto al de “Ciudadanos” y “PSOE”. Y en este mismo sentido, los grupos de “JpS”, “PSC”, “CSQP” y la “CUP” registraban prácticamente en paralelo en el Parlamento catalán una proposición de ley de reforma del Código Penal de despenalización de la eutanasia, una propuesta para presentar a la Mesa del Congreso que fue impulsada por la Plataforma Derecho a Morir Dignamente.

Al final, la situación es que “Ciudadanos” ha logrado que el Congreso de los Diputados haya concluido los trabajos de la ponencia de la Ley de derechos y garantías de las personas en el proceso final de la vida, y que en la próxima reunión de la ponencia se apruebe un borrador, que será elevado a la Comisión de Justicia y en último término al pleno. El PSOE considera que quizá haga falta alguna reunión más. Pero, en cualquier caso, en breve se dará carpetazo a meses de discusiones, desde que, en marzo del 2017, el Congreso admitiera a trámite la norma con el apoyo de los partidos mayoritarios, la abstención de ERC y el PDECat y el voto en contra del PNV, por motivos competenciales. De hecho, la ley estatal prevé dictar un procedimiento común y poner orden en el compendio de leyes autonómicas.

Con ella se reafirma la línea planteada por la propia Asociación Médica Mundial en este terreno, sustentado en la necesidad de mejorar los cuidados paliativos. Atención paliativa centrada en ofrecer cuidados y asistencia al paciente, de tal forma que al enfermo se “le ayuda a aceptar el proceso de la muerte, con compasión, es decir, superando las adversidades de forma conjunta”.

Precisamente con motivo del XXV Congreso Nacional de Derecho Sanitario, tuvimos la oportunidad de oír al Vicepresidente del Consejo de la Asociación Médica Mundial y Presidente de la Cámara Federal de Médicos de Alemania, como puso en alza el valor de los Códigos de Deontología Médica en estos casos, los cuales, a su juicio, deben pautar las acciones de los médicos “para que sepan lo que es o no aceptable y lo que deben evitar”. Y es que, como defendió, “la ética médica no puede seguir la estela de la opinión pública ni tiene porqué adaptarse automáticamente a cualquier legislación, sino que debe servir de faro para nuestra profesión, independientemente de las leyes que establezcan los Estados.


EL LIMBO JURÍDICO DE LOS BEBÉS NACIDOS POR SUSTITUCIÓN EN UCRANIA

Reiteradamente y a través de esta misma columna he afirmado que el progreso humano y el grado de civilización, debe medirse por el respeto, la valoración y la protección de los más débiles y desfavorecidos especialmente los niños.

Los recientes acontecimientos acaecidos en Ucrania, país convertido en los últimos años en uno de los principales destinos para las familias que buscan la paternidad mediante la Gestación por Sustitución, y en concreto la situación en la que se encuentran más de una treintena de familias españolas en Kiev, por la paralización administrativa en el consulado español de la inscripción de los bebes nacidos por este sistema, ha activado nuevamente el debate sobre la gestación por sustitución en España, y al tiempo plantearnos el marco de derechos y deberes, que en el estado actual de la cuestión, debería tratarse desde la protección de los más vulnerables como deben ser los niños en este caso.

En España los contratos de gestación por sustitución, se consideran nulos de pleno derecho, ya sean éstos gratuitos u onerosos, conforme el artículo 10 de la Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre Técnicas de Reproducción Humana Asistida y por tanto no producen ningún efecto, habiendo sido necesarias dictar la Resolución, de 18 de febrero de 2009, y una posterior Instrucción, de 5 de octubre de 2010 -ambas dictadas por la Dirección General de los Registros y del Notariado-, ratificadas posteriormente por una Circular de 11 de julio de 2014, de la propia Dirección General, dirigida a los Encargados de los Registros Civiles Consulares, como consecuencia esta última circular, de la sentencia de 26 de junio de 2014, dictada en los asuntos 65192/11 (Mennesson c/ Francia) y 65941/11 (Labassee c/ Francia), en la que declara que se viola el art. 8 del Convenio Europeo de los Derechos Humanos el no reconocer la relación de filiación entre los niños nacidos mediante “vientre de alquiler” y los progenitores que han acudido a este método reproductivo, apelando al “interés superior del menor”.

Esta Sentencia ha creado precedente para toda la Unión Europea, por lo que el Ministerio de Justicia ordenó en el mes de julio de 2014, la instrucción citada a los Consulados españoles para que efectuaran la inscripción de los niños nacidos por gestación por sustitución fuera de España, en países cuyos ordenamientos jurídicos viene reconocida como lícita. Instrucción en un intento de proporcionar una seguridad jurídica al régimen jurídico de la filiación de estos niños en España, cuando esta hubiera quedado acreditada por autoridades de otros países, y que a la vista de la situación que hemos conocido en Kiev, no se ha conseguido, dados los numerosos límites operativos y requerimientos de su contenido, que ni tienen en cuenta la realidad de las normas vigentes de Derecho internacional privado español, ni consiguen descargar una burocratización creada de modo artificial e innecesaria, para que aquellas filiaciones ya acreditadas en país extranjero puedan acceder a nuestro Registro Civil.

Es cierto que las actuaciones contrarias a Derecho de quienes han propiciado su existencia en origen, obteniendo un resultado, que es el hijo, mediante el procedimiento de contratar a una mujer para que geste un embrión y se lo entregue al nacer, parten precisamente de su ilicitud en nuestro país y en lógica el Estado debe reprimir la culminación de ese intento de fraude denegando la inscripción de la filiación en el Registro Civil. Pero también es cierto que el escenario singular de una nueva vida humana, conlleva la presencia de unos intereses que deben ser protegidos de forma preferente por el Derecho, así como también el núcleo social formado por los padres comitentes españoles y los menores nacidos en el extranjero que constituyen una “familia” y así debe ser calificado. Familia que merece una protección igualmente por parte del sistema jurídico español, pues así lo indica el art.39 de nuestra Constitución declarando la obligación de los poderes públicos de asegurar la protección social, económica y jurídica de la familia y, en especial, de los menores de edad, en sintonía con el actual marco internacional.

Pero mientras el debate de la regulación de la gestación por sustitución se siga basando exclusivamente en deseos de las parejas estériles de que se eliminen las restricciones actuales en nuestro País, sin contemplarse la creación de un marco regulatorio internacional común, con un previo y profundo debate continental, entre todas las partes implicadas y especialmente los juristas que, desde diversas disciplinas, habrían de sentirse interpelados por el sentido y el alcance de una legislación, cuyo objeto afecta de modo radical a la dignidad de la persona, a derechos inviolables que le son inherentes, y que afecta a todos los sistemas jurídicos occidentales en los que tradicionalmente se ha entendido que no pueden ser objeto de comercio, frente a la libre disposición de los objetos, las personas, incluyendo el cuerpo humano, sus órganos y funciones más esenciales, no avanzaremos.

Y buena prueba de ello es que no hay un pronunciamiento judicial global y unificado, de hecho dentro de nuestro continente, y que la gran mayoría de los países prohíben la maternidad subrogada y contemplan la nulidad de los acuerdos de gestación por sustitución, lo que demuestra lo complejo y su dificultad para legislar este asunto y, por supuesto, lo complicado que es relacionarlo con el ordenamiento jurídico, así como con la protección del menor y el orden público.

El ejemplo lo tenemos en que el único pronunciamiento expreso existente desde el Parlamento Europeo ha sido el efectuado en el año 2015, en el marco del Informe anual sobre Derechos Humanos y Democracia en el Mundo (2014) y en concreto en el punto 115 del apartado dedicado al derecho de las mujeres y de las niñas estableciendo el principio, de “condena la práctica de la gestación por sustitución, que es contraria a la dignidad humana de la mujer, ya que su cuerpo y sus funciones reproductivas se utilizan como una materia prima; estima que debe prohibirse esta práctica, que implica la explotación de las funciones reproductivas y la utilización del cuerpo con fines financieros o de otro tipo, en particular en el caso de las mujeres vulnerables en los países en desarrollo, y pide que se examine con carácter de urgencia en el marco de los instrumentos de derechos humanos”, lo que conlleva la prohibición del tráfico de niños.

Pero como decía, mientras el debate no se centre en los límites de la libertad de los individuos para establecer contratos en mutuo provecho, sin tener en cuenta la protección del menor y el orden público, con respecto a los hijos, la legalización de la gestación por sustitución seguirá mercantilizando la filiación, ya que ésta dependerá, en última instancia, de una transacción económica y los niños seguirán quedando en una posición muy vulnerable, dado que su situación dependerá de las cláusulas establecidas en dicho contrato, lo cual no asegura, en absoluto, la protección de sus intereses y derechos.

En el espacio español, aparte del Art. 39 de la Constitución citado, el principio de prevalencia del “interés superior del menor”, se plasma en dos leyes la 26/2015, de 28 de julio, y la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, ambas de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia, que han trasformado el sistema de protección a la infancia y a la adolescencia, convirtiéndose así España en el primer país en incorporar la defensa del interés superior del menor como principio interpretativo, derecho sustantivo y norma de procedimiento, innovando así la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, el Código Civil, la Ley de Adopción Internacional, la Ley de Enjuiciamiento Civil, y la Integral de Medidas contra la Violencia de Género. Nuevo marco de derechos y deberes de los menores, que parece no tenerse muy en cuenta en todos aquellos casos de Gestación por Sustitución, para la protección de los más vulnerables como deben ser los niños.

La única sentencia dictada por nuestro Tribunal Supremo hasta ahora, sobre un caso de gestión por sustitución internacional es de 6 de febrero de 2014, dictada por la Sala Primera del Tribunal Supremo, en Pleno Jurisdiccional, conociendo de un recurso de casación en materia de impugnación de una resolución de la Dirección General de los Registros y del Notariado sobre la filiación de dos niños nacidos en California como consecuencia de un contrato de alquiler.

La sentencia de la Sala, cuyo ponente fue el Magistrado Sarazá Jimena, desestimó el recurso con una mayoría de 5 votos frente a 4, que suscribieron un voto particular formulado por el Magistrado Seijas Quintana, al que se adhirieron los Magistrados Ferrándiz Gabriel, Arroyo Fiestas y Sastre Papiol, no denegando la inscripción de los niños en el Registro Civil español, pero sí la constancia de su filiación por no ser procedente en el sentido que habían interesado los padres de su constancia como hijos suyos. La sentencia centra la cuestión en si es posible el reconocimiento por el Registro Civil español de inscripciones de nacimiento extranjeras realizadas por organismos equivalentes al Registro Civil español.

Argumenta la sentencia que la normativa del Registro Civil regula esta cuestión exigiendo que en el Registro extranjero existan garantías análogas a las establecidas en España y que no haya duda de la realidad del hecho inscrito y de su legalidad conforme a la ley española, concluyendo que corresponde al legislador garantizar los derechos de todas las partes. La Sala rechaza la inscripción en el Registro Civil español del acta registral expedida por el Registro Civil norteamericano en la que consta el nacimiento en California de los dos menores tras el contrato de gestación por sustitución entre los dos varones comitentes españoles y una mujer norteamericana, entendiendo que, en estos casos, se vulnera el orden público internacional español, mecanismo que debe activarse para salvaguardar la dignidad de la mujer y para impedir el comercio de menores.

Tras esta Sentencia el Ministerio de Justicia se comprometió a llevar a cabo una reforma legislativa de esta materia que diera seguridad jurídica a todas las partes implicadas, lo que hasta hoy, no se ha llevado a cabo, manteniéndose las dos posiciones encontradas como son la de la Fiscalía que siguiendo el criterio establecido en la Sentencia citada y el Auto dictado posteriormente de 2 de febrero de 2015, que se opone a la inscripción de nacimiento y filiación por estimar que el contrato por el que se acuerda la gestación por sustitución es contrario al orden público internacional español, de acuerdo con lo establecido en el artículo 10 de la Ley 14/2006 de 26 de mayo. Y por el contrario, la Dirección General de los Registros y del Notariado, que en las Resoluciones de 29 de diciembre de 2014 (51.ª) y 16 de enero de 2015 (2.ª), acuerda que se practique la inscripción de nacimiento de los nacidos mediante gestación por sustitución. En estas Resoluciones, de fecha posterior a la Sentencia y Auto del Tribunal Supremo, la Dirección General no hace ninguna referencia al criterio jurisprudencial establecido en esta materia y aplica su Instrucción de 5 de octubre de 2010, por la que se fijan los criterios a seguir para la inscripción registral de los menores nacidos mediante gestación por sustitución, que entiende vigente en el ordenamiento jurídico español, y que a ella se deben acoger los encargados de los Registros civiles y consulares para proceder a la inscripción de los niños nacidos a través de un contrato de este tipo.

La solución dada por la Sentencia del Supremo de 6 febrero de 2014, en la que se establece el rechazo en España de la filiación acreditada en el extranjero tras una gestación por sustitución, es una solución que no encaja con el interés superior del menor. El procedimiento propuesto por el Tribunal Supremo, consistente en dejar al menor sin padres y proponer una adopción o acogimiento familiar del niño es una solución, que contraría frontalmente al interés del menor, art. 3 de la Convención de los Derechos del Niño de 1989, y a los derechos del mismo recogidos en el art. 8.1 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las libertades fundamentales, y que cuanto menos, no deja de ser irregular, pues al margen del rechazo que pueda generarnos la maternidad subrogada como consecuencia de que ni las mujeres ni los niños pueden ser objeto de tráfico mercantil, también es evidente que el interés superior del menor queda afectado gravemente al dejar a estos niños en un limbo jurídico incierto, en cuanto a la solución de conflictos como el que comentamos y a la respuesta que pueda darse mientras pasa el tiempo, vayan creciendo y creándose vínculos afectivos y familiares irreversibles.

La Proposición de Ley reguladora del derecho a la gestación por subrogación, presentada por el Grupo Parlamentario Ciudadanos, contempla básicamente, que deberá ser “altruista”, que se exigirá como requisitos que las gestantes sean mujeres mayores de 25 años, españolas o residentes legales en nuestro país, que tengan una situación económica y social estables y que ya hayan tenido al menos un hijo con anterioridad. Y también para los subrogantes la propuesta impone una serie de limitaciones, tales como tener entre 35 y 45 años, ser español o residente en España, en el caso de parejas deben estar casadas o tener una relación reconocida por la Ley y, además, el progenitor o progenitores tienen que haber agotado o ser incompatibles con las técnicas de reproducción asistida.

Pero ignora qué sucede con la filiación de los así gestados y nacidos en el extranjero antes de la entrada en vigor de esta normativa. No contiene disposiciones transitorias ni adicionales sobre la materia. Tan solo propone la derogación del citado artículo 10 de la Ley 14/2006, de 26 de mayo, sobre Técnicas de Reproducción Humana Asistida, pero no la retrotrae en el tiempo para convalidar todas las filiaciones surgidas de estas técnicas, ni siquiera las inscritas al abrigo de la Instrucción y circular de la de la Dirección General de los Registros y del Notariado.

Por todo ello, ciertamente, el deseo de las parejas estériles debe ser escuchado por la sociedad y si es posible unificarse, mediante un marco regulatorio internacional común, pero haciendo míos los argumentos del voto discrepante planteado en la Sentencia del Tribunal Supremo del 6 de febrero de 2014, en el sentido de que el interés del menor es superior y también forma parte del orden público, y por lo tanto debe ser protegido antes y después de la gestación, y ante un hecho consumado como la existencia de menores en una familia que actúa socialmente como tal, y que ha actuado legalmente conforme a la normativa extranjera, aplicar la normativa interna como cuestión de orden público, perjudica a los niños, abocándoseles a situaciones de desamparo, al privárseles de identidad y de núcleo familiar, contrariando la normativa internacional.

Razón por la que en mi opinión lo que debe tener en estos momentos prioridad, es la regulación del régimen jurídico de la filiación entre los niños nacidos mediante “Gestación por sustitución” y los progenitores.


PROPIEDAD DE LAS HISTORIAS CLÍNICAS

Me preocupa, que en mis dos últimas conferencias profesionales, en un periodo temporal corto y con una asistencia de expertos en Derecho Sanitario de gran nivel, haya vuelto un clásico que yo creía superado, cual es la pregunta tradicional de ¿a quién pertenecen o son los propietarios de las historias clínicas?.

La naturaleza jurídica de la historia clínica ha sido, y seguirá siendo después de la promulgación de la Ley 41/2002 de 14 de noviembre de Autonomía del Paciente y los Derechos y Obligaciones en materia de Información y Documentación Clínica, una cuestión muy debatida en la doctrina, pues de su determinación derivan aspectos tales como su eficacia probatoria, por ejemplo, el acceso a sus datos y el poder de disposición de éstos, las garantías de la intimidad y del secreto profesional y los límitesque, por razones de interés público, pueden oponerse a su estricta observancia.

Quiere decirse con ello que en la historia clínica confluyen derechos e intereses jurídicamente protegidos, del médico, del paciente, de las instituciones sanitarias e incluso públicos que es preciso determinar y contrapesar para dar respuesta a los problemas planteados en la práctica.

La historia clínica es un documento; es decir, en los términos de la Ley de Enjuiciamiento Civil es un documento privado, pero un documento privado esencialmente médico – clínico, cuya finalidad principal, no única, es la de facilitar asistencia sanitaria al paciente, recogiendo toda cuanta información clínica sea necesaria para asegurar – bajo un criterio médico – el conocimiento veraz, exacto y actualizado de su estado de salud, por el personal sanitario que lo atienda.

Pero también la historia clínica tiene en nuestro días un evidente valor probatorio en juicio, de tal suerte que puede ser un buen o mal reflejo del actuar del profesional, prueba de la existencia de una información adecuada, de un consentimiento informado debidamente prestado, o en definitiva, prueba de que el actuar del profesional sanitario se ha conducido conforme a lo que demanda la “lex artis ad hoc”.

La Ley 41/2002 de 14 de noviembre de Autonomía del Paciente y los Derechos y Obligaciones en materia de Información y Documentación Clínica, no especifica a quién pertenece la historia clínica, habiendo preferido el legislador en su momento, regular, más que la propiedad, la problemática que plantean sus usos y el acceso al historial clínico, indicando cuales son las instituciones asistenciales encargadas de custodiar, vigilar, regular y facilitar el acceso a ellas.

Me gustaría llamar la atención, en este aspecto, antes de rememorar lo que fue la contienda doctrinal sobre la propiedad de las historias clínicas, al aglutinar la Ley los derechos fundamentales en torno a la información, consentimiento, documentación clínica y autonomía de la voluntad de los pacientes, pero sin regular o siquiera hacer mención sobre la propiedad.

Ese debate doctrinal, es para mí motivo de evocación, pues se inició con el trabajo que publicó mi padre el Prof. Antonio De Lorenzo, en el año 1977, titulado: ¿De quién son propiedad las historias clínicas?, publicada en el libro Deontología, Derecho y Medicina (pp. 491 y ss), que editó, en aquel entonces, el Colegio Oficial de Médicos de Madrid.

Comentaba en él, la inexistencia de artículos doctrinales o de resoluciones judiciales dentro de la historia jurídica, no solo española sino incluso europea; citando como únicos antecedentes los trabajos del profesor venezolano Augusto León, en Ética y Medicina, que publicará la editora científico-médica de Barcelona en el año 1973; así como las referencias judiciales de tribunales norteamericanos.

El Prof. Augusto León sentaba, en aquella época, que la historia clínica y la documentación complementaria pertenecían al médico que trataba al enfermo.

Establecía las dos siguientes excepciones: el pacto expreso en contrario y el supuesto en el que el médico actuará en concepto de empleado de alguna institución pública o privada, en cuyo caso, y salvo estipulación expresa en contrario, las historias clínicas pertenecían al empleador, al hospital o a la institución sanitaria.

Mi padre consideraba que el dominio jurídico del médico, poder de uso, disfrute y disposición sobre la historia clínica, derivada de que ésta no era una mera trascripción de datos o noticias suministradas sobre el paciente, sino el resultado de un proceso de recogida, ordenación y elaboración. La propiedad intelectual del médico sobre la historia clínica se basaba en un derecho de autor, y para ello, no bastaba la mera recopilación de datos, sino que el médico, mediante una labor de análisis y síntesis, transformaba la información recibida con el resultado de una creación científica, expresada en términos de valor terapéutico, diagnóstico, pronóstico y tratamiento.

Sin embargo, siendo esa su opinión, también advertía que lo antes expuesto no contradecía que el paciente o sus representantes pudiesen conseguir los resultados de su historia clínica, siempre y cuando fuese para fines médicos.

Se recogían en este capítulo del libro, las sentencias de tribunales norteamericanos, denegando las reclamaciones de pacientes que instaban su derecho a rescatar la información médica a ellos concerniente, de los archivos de un médico que, en su testamento había ordenado destruir los citados ficheros, donde estaban almacenadas las historias clínicas de sus pacientes. (Publicado en la revista “JAMA”, número 208, de mayo de 1969).

En síntesis, hasta la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, las teorías doctrinales de confrontación, en nuestro país, se podían dividir en cuatro: teoría de la propiedad del paciente, teoría de la propiedad del médico, teoría de la propiedad del centro sanitario y teoría integradora o ecléctica.

Los partidarios de la teoría de la propiedad del paciente, partiendo del dato básico de que la historia clínica se redacta en beneficio del paciente y del carácter fundamental y especialmente protegido de sus derechos en la relación médico – paciente – que se refieren a su intimidad, su identificación y su salud – sostenían que ésta era propiedad material del paciente, aunque no dejará de reconocerse que este derecho podría no concebirse como un derecho de propiedad, sino de utilización de los datos contenidos en la historia clínica como si fuera suya.

Los partidarios de la teoría de la propiedad del médico destacaban su carácter de propiedad intelectual y científica que aporta el facultativo en el proceso de diagnóstico y tratamiento del paciente, de manera que toda la historia se encontraría tejida de juicios personales y que, como conjunto, era objeto de tutela por la Ley de Propiedad Intelectual y disposiciones que desarrollan ésta. Pero, sin embargo, el principal inconveniente de esta teoría radica en que la Ley de Propiedad Intelectual establecía que en el caso de facultativos que prestaban sus servicios por cuenta ajena, se transmitían al empresario los frutos e invenciones del trabajador, aparte de que la historia clínica no encajaba en el objeto de tal propiedad intelectual.

Los defensores de la teoría de la propiedad del centro sanitario argüían que la historia clínica debía de obtener la máxima integración posible, al menos en el ámbito de cada centro; habida cuenta que era también el centro sanitario el que proporcionaba el soporte de la historia clínica y el que estaba obligado a conservarla, utilizándose todas estas características para demostrar dicha propiedad. En contra de la misma se aducía que esta doctrina no tenían en cuenta la historia clínica elaborada en el seno de la relación médico paciente estrictamente privada, ni tampoco aquellos casos en los que la relación que pudiera existir entre médico y centro sanitario no fuera la de dependencia.

Por último las teorías integradoras o eclécticas de la propiedad de la historia clínica, a la vista de los insatisfactorios resultados a los que se llegaban con las anteriores posiciones, que recogieron puntos de vista derivados de dos o más de ellas para tratar de armonizarlos, de tal modo que podría hablarse de una propiedad compartida de la historia clínica: del médico, del paciente y de la institución.

Afortunadamente la Ley 41/2002, atinó al no establecer propiedad alguna de la historia clínica, resaltando de la historia precisamente su carácter instrumental; lo destacable de la historia clínica es su finalidad primordial; recordando que no sólo existe el derecho a saber, sino que también existe un derecho a no saber; y que lo regulable fundamentalmente son los distintos derechos concurrentes sobre la historia clínica, los derechos del médico, los derechos del paciente, los derechos del centro sanitario, los derechos de los familiares y allegados del paciente, así como los titulares de todos esos distintos derechos; los titulares del derecho de acceso, de disposición, de utilización, y de sus correlativas obligaciones como son el secreto y la conservación.

Y creo que acertó pues, hacer depender de la propiedad de la historia clínica la totalidad de su problemática, había demostrado que solo conducía a resultados desproporcionados, por lo que resultó mucho más realista destacar su carácter instrumental y su finalidad primordial: la constancia de la información clínica y terapéutica así como la puesta a disposición de la misma en beneficio de la salud del paciente.


MUERTE DIGNA O MUERTE INDIGNA

El Congreso de los Diputados aprobó la semana pasada, con la única oposición de PP, Foro Asturias, Unión del Pueblo Navarro (UPN) y Coalición Canaria, la toma en consideración de la proposición de ley remitida por el Parlamento de Cataluña para reformar el Código Penal y despenalizar la eutanasia y el suicidio asistido. Una decisión que, en la práctica, supone un primer paso para regular estas prácticas.

Aunque ya reiteradamente advertido, incluso desde estas mismas páginas, nuevamente la sociedad española se ve inmersa en un proceso de discusión, yo pienso que no querido, sobre los contenidos y límites de lo que ha venido a denominarse «muerte digna». Esta discusión tiene muchos frentes diferentes. Uno sería si podemos hablar de un derecho a la muerte digna, también al derecho de acceso a los cuidados paliativos, pero existe una enorme confrontación sobre la posibilidad de que otro contenido sea el derecho a escoger libremente el momento y la forma de la propia muerte.

Y estas confusiones terminológicas de la que son ejemplo estos debates, no ayudan a progresar en una reflexión serena y coherente, tal como la sociedad está demandando realmente, que en mi opinión no es el de la legalización de la eutanasia o del suicidio asistido, que indefectiblemente nos alejará de lo que en cambio sí es una realidad social al aseguramiento de dar respuesta formal a muchas personas que sufren porque no hay cuidados paliativos suficientes, lo que afecta a la protección de la dignidad de las personas en el proceso final de su vida y la garantía del pleno respeto de su libre voluntad en la toma de decisiones sanitarias, que les afecten en dicho proceso.

Cuando se nos dice que la eutanasia y el suicidio asistido, sin pausa ni vuelta atrás, se va abriendo paso en Europa, simplemente no es cierto. Holanda fue el primer país del mundo que legalizó la eutanasia, en el 2002, pocos meses antes de que lo hiciera Bélgica. Luxemburgo la incorporó a su legislación en el 2009. E incluso en Suiza, siendo legal el suicidio asistido, su Código Penal establece limitaciones, cuando prohíbe la «incitación o asistencia al suicidio por motivos egoístas» prohibiendo igualmente cualquier rol activo en la eutanasia voluntaria, incluso si se comete a partir de «motivos respetables» como el asesinato por misericordia.

Y digo que no es cierto, pues el último ejemplo lo hemos tenido en Francia, al aprobar su Parlamento en 2016, como una de las grandes reformas sociales de François Hollande, el proyecto de ley sobre el final de la vida, que permite la sedación profunda para evitar el sufrimiento en enfermos terminales, pero que prohíbe la ayuda activa para morir a través de la eutanasia o del suicidio asistido.

Desde el año 2005, fecha en que se promulgó la ley sobre la muerte digna y los derechos de los pacientes en Francia, era legal igual que lo es en España, los tratamientos paliativos que pueden acortar la vida, cuyo objetivo prioritario es el alivio de los síntomas (entre los que el dolor suele tener un gran protagonismo) que provocan sufrimiento y deterioran la calidad de vida del enfermo en situación terminal. Con este fin se pueden emplear analgésicos o sedantes en la dosis necesaria para alcanzar los objetivos terapéuticos, aunque se pudiera ocasionar indirectamente un adelanto del fallecimiento. El manejo de estos tratamientos paliativos que puedan acortar la vida, también están contemplados en el ámbito de la ciencia moral y se consideran aceptables de acuerdo con el llamado “principio de doble efecto”. Esta cuestión se encuentra expresamente recogida en los códigos deontológicos de las profesiones sanitarias.

En Francia fueron los propios médicos franceses los introductores del término “sedación terminal”, considerando que el marco normativo francés de 2005 sobre cuidados paliativos a los enfermos terminales, aunque de aplicación a la mayor parte de los casos, era insuficiente. La Orden de los Médicos, puso de manifiesto que la Ley de 2005 sobre muerte digna y derechos de los pacientes, no ofrecía ninguna solución para ciertas agonías prolongadas, o para dolores psicológicos y/o físicos que, pese a los medios puestos en marcha, desgraciadamente siguen siendo incontrolables. En esos casos «excepcionales», en los que la atención curativa era inoperante, la Orden de los Médicos, entendió que se imponía la toma de una decisión Médica legítima, que deberá ser colegiada, precisando que el paciente debe efectuar la petición de forma «persistente, lúcida y reiterada”. “Una sedación adaptada, profunda y terminal, proporcionada con respeto a la dignidad, planteada como un deber de humanidad por el colectivo Médico”.

Debemos remontarnos a julio del 2012, cuando el Presidente Hollande anunció, como consecuencia de su promesa electoral, de legalizar, “una asistencia medicalizada para terminar la vida desde la dignidad», que pediría un informe al Comité Nacional de Ética, con el fin de «estudiar» una «posible evolución» de la legislación sobre la muerte digna y los derechos de los pacientes. El propio Conseil National de l’Ordre des Médecins propuso al Gobierno la posibilidad de legalizar una «sedación terminal» para pacientes «excepcionales» a los que no se dirigía la Ley Leonetti de 2005, que autorizaba ciertos tratamientos que permitían aliviar el dolor, aunque estos acortaran la vida del paciente”, con su expreso consentimiento.

La iniciativa de la Orden de los Médicos Franceses, tomando partido por esta evolución de la legislación, dejó bien claro que no respaldaban ninguna vía a la eutanasia activa directa, puesto que la propuesta del Comité Nacional de Ética fue igualmente en el sentido, de declarar que «una decisión médica legítima debe ser tomada ante situaciones clínicas excepcionales», tras «pedidos persistentes, lúcidos y reiterados de la persona aquejada de una enfermedad para la cual los cuidados curativos han pasado a ser inoperantes y los cuidados paliativos instaurados».

La sedación profunda y continua como tratamiento hasta el fallecimiento se aplicaría a pacientes con enfermedades graves e incurables que pidan no sufrir ni alargar inútilmente su vida. La práctica forma ya parte del código de Deontología y de las recomendaciones de buenas prácticas de la Orden de los Médicos franceses, pero no estaba incorporada de forma explícita en la ley. Con esta práctica igualmente se han regulado las denominadas “directivas anticipadas”, francesas, igual que nuestras “Instrucciones Previas” que en Francia eran simplemente indicativas, y que ahora se contemplan como vinculantes a través de un formulario específico para hacerlo y un registro para conservarlo que permita que no caduquen, junto con la objeción de conciencia, que permitirá en casos concretos que los Médicos puedan oponerse a aplicarlas pero debiendo justificar su negativa y consulta con un compañero.

Por eso, esta admisión a trámite para reformar el Código Penal y despenalizar la eutanasia y el suicidio asistido, sin contar antes con una ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida, sin acometerse en nuestro país el desarrollo de una normativa dedicada específicamente a los cuidados paliativos en la fase terminal de la vida humana de ámbito nacional, es como empezar una casa por el tejado, cuando la realidad es que la eutanasia “no es una asignatura pendiente en la sociedad española” y “tampoco es una cuestión Médica”. Creo sinceramente en la línea de las instrucciones previas y la extensión de los cuidados paliativos, transmitiendo como se ha logrado en Francia, tranquilidad a la preocupación, los temores de una profesión y el confusionismo existente en torno a este debate, motivado por el tratamiento político y periodístico, que no científico y jurídico, en el que es y sigue siendo constante la mezcla de conceptos tales como cuidados paliativos, sedación terminal y eutanasia.

Volviendo a Francia recuerdo el razonamiento planteado por el entonces primer ministro, François Fillon, para explicar su oposición a la eutanasia recogida en una editorial de Le Monde, muy significativo y desde luego analizable desde nuestra perspectiva cuando afirmó que «la cuestión consiste en saber si la sociedad está en condiciones de legislar la muerte. Creo que ese límite no debe sobrepasarse. Por otra parte, sé que en este debate ninguna convicción carece de sentido». Y añadió: «Nuestra estrategia es clara: desarrollar los cuidados paliativos y evitar un encarnizamiento terapéutico». El primer ministro agregó entonces que un texto sobre la eutanasia “le parecía precipitado, improvisado, que no ofrecía garantías” y especificó: «Sobre estas cuestiones tan profundas, con resonancias éticas tan profundas, no nos deben guiar ni los sondeos, ni el humor del instante».

Por mi parte, sigo estando convencido de que debe desarrollarse una estrategia en beneficio de todos nosotros, como pacientes, en materia de cuidados paliativos que dé más seguridad a los profesionales, y que nos proteja a todos con un marco legal adecuado, a través del proyecto de una Ley estatal sobre el final de la vida, antes que la eutanasia y el suicidio asistido como si fuera una asignatura pendiente en nuestro país.