El 17 de junio de 2011, el Gobierno de España aprobaba el denominado “Proyecto de Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida”, acometiéndose así por primera vez en nuestro país el desarrollo de una normativa dedicada específicamente a los cuidados paliativos en la fase terminal de la vida humana en el ámbito nacional. De este modo se seguía una senda abierta por Comunidades Autónomas como Andalucía, Navarra o Aragón, las primeras que habían publicado ya anteriormente sus propias normas al efecto.
Si bien los derechos de los pacientes en relación con la información y documentación clínica, y la regulación de las instituciones más conectadas con el proceso final de la vida, cuales son el consentimiento informado y las instrucciones previas, se encuentran reguladas en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos de información y documentación clínica, norma legal ésta que incorpora a nuestro ordenamiento jurídico las directrices del Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina, suscrito en Oviedo el 4 de abril de 1997, no es menos cierto que al final se ha ido configurando una normativa autonómica dispersa que incluye dentro de su ámbito de aplicación lo que pudiera definirse como “decisiones al final de la vida” (que no se refieren siempre a esta materia pero que guardan una especial conexión con ella como acontece con las instrucciones previas), y de diverso rango, lo que justificaba suficientemente la necesidad de regular la materia a nivel nacional a través de ese Proyecto de Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida.
El aseguramiento de la protección de la dignidad de las personas en el proceso final de su vida y la garantía del pleno respeto de su libre voluntad en la toma de decisiones sanitarias que les afecten en dicho proceso, fueron funciones éstas que constituyeron el objeto del Proyecto de Ley, según se determinaba en su artículo 1º.
Objeto que se alcanzaba, con el derecho a decidir libremente sobre las intervenciones y el tratamiento a seguir en dicho proceso, incluidos los cuidados paliativos necesarios para evitar el dolor y el sufrimiento; igualmente a través de la información asistencial sobre el estado real de salud del paciente, sus expectativas de vida y la calidad de la misma, así como las medidas terapéuticas y paliativas que le serían aplicables (artículo 4 del Proyecto); también con el derecho a la toma de decisiones, debiendo respetarse en base a ello el rechazo a las intervenciones y los tratamientos propuestos por los profesionales sanitarios que atienden a los pacientes en la situación terminal; y, en definitiva, disponiéndose que la atención sanitaria a recibir por el paciente se expresara mediante el consentimiento informado del mismo.
Consentimiento Informado del que es importante señalar la importante evolución que ha experimentado en este tiempo tanto en la jurisprudencia, como en la normativa – desde la primitiva concepción del consentimiento informado contenida en el artículo 10 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad hasta la actual regulación de dicha institución contenida en la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, evolución ésta que parece haber culminado, conforme a la doctrina jurisprudencial del Tribunal Constitucional y de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo en la consideración de dicha institución como un derecho directamente conectado con los derechos fundamentales a la vida, la integridad física y la libertad.
El consentimiento informado se ha llegado a considerar como «un derecho fundamental» en sentencias del Supremo
En efecto, en las sentencias de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, se llegó a considerar que el consentimiento informado es “un derecho humano fundamental” y, aunque como se señaló en su día, no se debía sacar ninguna consecuencia concreta de tal declaración judicial, sino solo evitar una interpretación que reduzca la legalidad a un mero requisito formal cuyo cumplimiento carezca de consecuencias jurídicas, y a pesar de haberse entendido que, obviamente, el consentimiento informado no figura en el elenco de derechos fundamentales que se establecen en los artículos 14 a 29 de la Constitución, la Sentencia del Tribunal Constitucional 37/2011, de 28 de marzo declaró al respecto que formaba parte del artículo 15 de la Constitución una facultad de autodeterminación que legitima al paciente, en uso de su autonomía de la voluntad, para decidir libremente sobre las medidas terapéuticas y los tratamientos que puedan afectar a su integridad, escogiendo entre las distintas posibilidades, consintiendo su práctica o rechazándolas, y señalando el Alto Tribunal precedentes al respecto como sucede con la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 29 de abril de 2002 (caso Pretty contra Reino Unido) y del propio Tribunal Constitucional como acontece con el caso enjuiciado en la Sentencia 154/2002, de 18 de julio de 2009.
Esta evolución jurisprudencial – y no tanto normativa – obligó en su día a plantearse si el rango de ley ordinaria con el que pretendía aprobarse el Proyecto era o no el adecuado cuando el contenido de la norma que se proyectó afectaba a potenciales derechos fundamentales, o se conectaba directamente por el Tribunal Constitucional con alguno de los derechos fundamentales consagrados en nuestra Constitución.
El prestigioso jurista e investigador en la Cátedra Interuniversitaria de Derecho y Genoma Humano, Iñigo de Miguel Beriain, publicaba un trabajo de referencia “El Proyecto de Ley reguladora de los derechos de la persona ante el proceso final de la vida: una mirada crítica”, en el que recogía esta objeción que consideraba como aparentemente poco congruente con su contenido material, aunque necesaria dada la falta de capacidad de la Ley 41/2002 para afrontar esta clase de situaciones.
Añadiendo, “como la elaboración de una normativa específica por parte de algunas Comunidades Autónomas, circunstancia que suele traer consigo un notorio efecto-contagio entre todas las demás hace, que a la hora de dar una respuesta a esta cuestión haya de tenerse presente la necesidad de que el gobierno del Estado desarrolle eficazmente su tarea de coordinador del sistema sanitario en el ámbito nacional. Lo más juicioso probablemente hubiera sido que las propias Comunidades Autónomas se hubieran abstenido de acometer los desarrollos normativos citados. Sin embargo, y ante su afán por crear estas nuevas normas, el silencio del Estado sería, a nuestro juicio, peor que una intervención que, en otras circunstancias sería muy probablemente excesiva”.
En la Exposición de Motivos del Proyecto se explicaba que, en cuanto al objeto de la ley que se pretendía aprobar, cabía reiterar que ésta se ocupa del proceso del final de la vida, concebido como un final próximo e irreversible, eventualmente doloroso y lesivo de la dignidad de quien lo padece, para, en la medida de lo posible, aliviarlo en su transcurrir, con respeto a la autonomía, integridad física e intimidad personal del paciente, pretendiéndose, de tal forma, asumir el consenso generado sobre los derechos del paciente en el proceso final de su vida, sin alterar, en cambio la tipificación penal vigente de la eutanasia o suicidio asistido, concebido como la acción de causar o cooperar activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, aspecto ajeno a los regulados en la futura Ley.
El rango de una Ley Básica sobre los derechos de la persona ante el final de la vida deberá ser el de una Ley Orgánica
En efecto, en el procedimiento de aprobación de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, surgieron dudas sobre si el Proyecto debía tramitarse como Ley Orgánica o como Ley Ordinaria, y todo ello como consecuencia de que la regulación contenida en la misma afectaba directamente a derechos fundamentales. Como es sabido, finalmente, se entendió que era posible regular el contenido de los derechos establecidos en dicha Ley a través de Ley Ordinaria, y todo ello teniendo en cuenta la doctrina del Tribunal Constitucional sobre que no cabía extender la previsión del artículo 81.1 de la Constitución a cualquier desarrollo indirecto de los derechos fundamentales.
Esta misma problemática se volvió a plantear de nuevo respecto al proyecto de Ley Reguladora de los derechos de la persona ante el final de la vida, solo que ahora no resulta tan fácil la desconexión entre lo previsto en el artículo 81.1 de la Constitución y cualquier desarrollo indirecto de los derechos fundamentales, y ello porque no solamente se citan en la Exposición de Motivos del Proyecto los artículos 15 y 18.1 de la Constitución, como conexión de la norma proyectada con la Constitución Española, sino porque, singularmente, la Sentencia del Tribunal Constitucional 37/2011, de 28 de marzo, citada expresamente en la Exposición de Motivos de la norma proyectada, declara expresamente que, aunque el artículo 15 de la Constitución Española no contiene una referencia expresa al consentimiento informado, ello no implica que este instituto quede al margen de la previsión constitucional de protección de la integridad física y moral, y que forma parte del artículo 15 de la Constitución una facultad de autodeterminación que legitima al paciente para decidir libremente sobre las medidas terapéuticas y los tratamientos que puedan afectar a su integridad, escogiendo entre las distintas posibilidades, consintiendo en su práctica o rechazándolas.
De acuerdo con lo anteriormente manifestado, y con la jurisprudencia innovadora sobre la conexión entre consentimiento informado y el artículo 15 de la Constitución contenida en la sentencia citada, parece conveniente que el rango de una necesaria Ley Básica sobre los derechos de la persona ante el proceso final de la vida, deberá ser el de una Ley Orgánica, que no parece próxima, si tenemos en cuenta que el Gobierno en funciones desde Diciembre supera ya los 200 días en esas funciones, a la espera de que las negociaciones tras las elecciones del 26 de junio desemboquen en un acuerdo que permita la formación de un nuevo ejecutivo. Razón por la que se debe aplaudir esta admisión a trámite de la Proposición de Ley de muerte digna enmarcada en el proyecto de humanización de la Consejería de Sanidad, aunque el texto sea muy mejorable especialmente para que no se rompa el equilibrio entre los derechos del paciente y los de los facultativos y especialmente entre otras cuestiones, en lo que se refiere al derecho de los profesionales a que no se les obligue a actuar en contra de su conciencia.
Este tipo de situaciones de por sí jurídicamente complejas, suponen la afectación de derechos fundamentales y siempre vienen acompañadas de un fuerte componente emocional. Las preguntas que se plantean son múltiples ¿Qué debe hacerse cuando el feto se puede encontrar a juicio del médico en una situación difícil en términos de salud, y polémica en términos ideológicos o de decisión personal de la madre?¿Quién está más legitimado para tomar decisiones al respecto: sus padres, específicamente la madre, los Médicos o la administración? ¿Puede quedar relegada la patria potestad ante la opinión profesional de los Médicos? ¿Qué ocurre cuando se plantea una situación de conflicto, en la Clínica u Hospital entre los padres y los Facultativos, al considerar estos la necesidad de practicar al menor de edad una intervención médica en situación de «riesgo grave», y los padres oponerse en este caso la madre?.
El profesional sanitario está obligado a informar al paciente, en el seno de la relación asistencial, con los matices que iremos analizando. Incurre aquel en responsabilidad si debiendo informar no lo hace, o si haciéndolo, lo hace de forma deficiente y con ello impide u obstaculiza un consentimiento adecuado. Este planteamiento y la relevancia de los intereses (bienes jurídicos protegidos) en juego sitúan frecuentemente a los facultativos en posición de ser reclamados y de incurrir en responsabilidad, ante los pacientes a los que atienden. Voy a orientar, esta opinión abordando la exposición del tratamiento normativo de la información y el consentimiento desde el punto de vista, del modo en que han de ser manejados estos elementos por el profesional, para actuar de forma correcta, legal y deontológicamente y de ese modo conjurar el riesgo de opiniones enfrentadas y por supuesto de las reclamaciones de los pacientes.
Debemos partir del presupuesto de que la capacidad de decidir es manifestación y ejercicio de la autonomía de las personas y ésta se asienta en la dignidad del ser humano.
La consideración de la persona como ser autónomo, introducida por el protestantismo no pudo por menos que afectar a la relación médico-paciente, llevando a una progresiva horizontalización de la misma, convirtiendo este vínculo en simétrico, en el modo que actualmente lo conocemos. Esto explica el tránsito de la relación de modelo vertical (con el médico como protagonista) al de tipo horizontal (en donde el protagonismo lo asume el paciente).
La importancia de este cambio se sitúa en numerosos aspectos, pero quiero mencionar aquí su relevancia en el campo de la información. Bajo criterio del modelo vertical la información se le dispensa al paciente sólo para obtener su colaboración (seguimiento de una terapia, por ejemplo). Conforme al modelo horizontal, sin embargo, el objeto de la información es conformar (dar forma) a la voluntad del paciente para que pueda tomar decisiones (ejercer su autonomía, en definitiva) orientadas a consentir o a disentir (como lógico reverso) respecto de la acción misma propuesta por el medio sanitario.
El Tribunal Supremo, desde su Sala Primera (Sentencias de 12 de enero de 2001 hasta las más recientes), ha considerado el ejercicio de la autonomía del paciente, materializado en el consentimiento informado como, “un derecho humano fundamental, un derecho a la libertad personal, a decidir por sí mismo en lo atinente a la propia persona y a la propia vida y consecuencia de la auto disposición sobre el propio cuerpo… consecuencia necesaria o explicitación de los clásicos derechos a la vida, a la integridad física y a la libertad de conciencia”.
La consideración de la relevancia de la autonomía se reconoce, en el terreno normativo, en el texto del Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina, suscrito en Oviedo el 4 de abril de 1997, (que entró en vigor en España, tras su recepción, el día 1 de enero de 2000), en su artículo 5; y en la Carta Europea de Derechos Humanos, en su artículo 3.2.
En nuestro espacio normativo nacional, tras el precedentede la Ley 14/1986, General de Sanidad, la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica de Autonomía del Paciente y de Derechos y Obligaciones en Materia de Información y Documentación Clínica, regula el contenido y alcance de este derecho del paciente al consentimiento informado, así como las formas de su ejercicio. Debo indicar no obstante que la expresión “consentimiento informado” fuertemente consolidada en la terminología jurídica, bioética e incluso coloquial, para algunos juristas no es considerada demasiado afortunada entendiendo que debería expresarse, como “decisión informada o decisión bajo información”, términos éstos que son susceptibles de abarcar tanto los supuestos de aceptación como los de rechazo de un paciente ante la propuesta que tiene ante sí, sobre la atención a su salud que se le hubieren planteado por el medio sanitario que le atiende.
Importa mucho dejar sentado que la información al paciente no es un valor añadido a la práctica clínica, sino que se integra en la misma, formando parte de su núcleo esencial. La acción asistencial no se agota con el aspecto científico-técnico. Es decir si no ha habido información, en absoluto, o aquella fue deficiente, habrá una infracción de la ‘LexArtis’, aun cuando la ejecución técnica hubiese sido impecable. La pregunta siguiente es: ¿el sólo hecho de no informar o hacerlo mal, genera responsabilidad, o es necesaria la concurrencia de un daño al paciente, ocasionado por la falta o deficiencia de la información?
La evolución de este asunto ha sido del segundo planteamiento al primero, en sede no penal, al considerarse que concurre daño moral en el destinatario de una información, al no haberla recibido en absoluto o de forma deficiente. Se lesiona su autonomía y se le conculca un derecho fundamental, según la Tesis del Tribunal Supremo.
La posición del facultativo sólo puede ser la de informar y escuchar, respetando siempre la voluntad del paciente, aun cuando pueda ser contraria a los intereses de salud de éste. Tratará de orientar y remover una negativa perjudicial y no aceptará propuestas del paciente que no comparta bajo su criterio clínico, en el entendimiento de que no existe la Medicina a la carta y que debe tener, siempre, el interés del Paciente como guía. No está el profesional obligado a adoptar la solución propuesta por el paciente, si no la estima adecuada, pero para tomar otra distinta a la propuesta debe contar siempre con la voluntad de aquel.
Ahora bien, que sucede ante la situación como la de este caso en la que existe un grave riesgo en opinión de la facultativa en un embarazo, en el que se encuentra implicada tanto la madre como el feto en su 40 semana de gestación.
Sin lugar a dudas y al margen de aspectos que pudieran haberse visto afectados en este caso que pudiera desconocer, tanto los facultativos como el centro hospitalario, han actuado, conforme a la concreción práctica del concepto jurídico de «interés del menor», aun siendo un feto de 40 semanas de gestación, conforme ha venido resolviendo la Sala Primera del Tribunal Supremo, ”,a partir de la Sentencia nº 565/2009 de 31 de julio, siguiendo el ejemplo de la “ChildrenAct británica de 1985”, (art. 9), partiendo de la posición del Médico como “garante de la salud e integridad del paciente menor de edad”.
El Tribunal Supremo tiene establecidos una serie de criterios, máximas de experiencia, medios y procedimientos para orientar la determinación de ese interés del menor y paralelamente, su identificación al caso concreto, dado que hasta hace muy poco nuestra Ley 41/2002, de 14 de noviembre, de la autonomía del paciente, no especificaba expresamente quién debía resolver los conflictos que se presentaban cuando en casos de «riesgo grave» los facultativos podían entender que era imprescindible una intervención médica urgente y se encontraban con una negativa de los padres o inclusodel propio menor.
En estos momentos y tras la profunda reforma del sistema de protección de menores producida el pasado mes de Julio del 2015, 20 años después de la aprobación de la LO 1/1996 de Protección jurídica del menor y su incidencia en el consentimiento informado por representación. Reforma integrada por dos normas, la Ley 26/2015, de 28 de julio, de Protección a la Infancia y a la Adolescencia, y la Ley Orgánica 8/2015, que ha introducido los cambios necesarios en aquéllos ámbitos considerados como materia orgánica, al incidir en los derechos fundamentales y las libertades públicas reconocidos en los arts. 14, 15, 16, 17 y 24 CE., consagrando así el principio de prevalencia del “interés superior del menor”, convirtiéndose así nuestro país en el primer país del mundo en incluir en su ordenamiento el derecho a la defensa del interés superior del menor, que primará sobre cualquier otra consideración.
Esta importantísima reforma ha actualizado la legislación para la protección del menor en consonancia con la normativa internacional y las jurisprudencias española y europea, dándose así respuesta a las recomendaciones del Comité de Derechos del Niño de Naciones Unidas. En concreto, en 2013 este Comité señaló que el interés superior del menor será un derecho sustantivo del menor, un principio interpretativo y una norma de procedimiento. El objetivo es diáfano: garantizar la especial protección del menor de modo uniforme en todo el Estado, bajo el paraguas de la defensa del interés superior del menor como elemento primordial.
Estas nuevas normas ha innovado como he indicado la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, el Código Civil, la Ley de Adopción Internacional, la Ley de Enjuiciamiento Civil, y la Integral de Medidas contra la Violencia de Género para permitir el desarrollo de las medidas aprobadas en el Plan de Infancia y Adolescencia 2013¬2016, y también la propia Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, al modificarse los apartados 3, 4 y 5 y añadirse los números 6 y 7 al artículo 9 de la Ley.
En este caso aunque no se trataba de un menor, tanto los Facultativos como el Centro al no aceptar la voluntad de la madre, ante el posible riesgo en su embarazo y no aceptar esta proceder a un parto inducido, al encontrarse la facultativa en la posición de garante respecto de su paciente, planteó poniéndolo en conocimiento del Juzgado de Guardia para obtener un pronunciamiento judicial, aun cuando en situaciones urgentes hubiera podido aplicar el tratamiento frente a la voluntad de los padres en este caso la madre estando su conducta plenamente amparada por dos causas de justificación: cumplimiento de un deber y estado de necesidad justificante.
Es cierto e insisto que el caso es realmente singular al tratarse de un no nacido y la madre, aunque los bienes en conflicto seguirán siendo de un lado, la vida del feto y posiblemente el de la madre y en relación con ella, su salud, y de otro, su autonomía y libertad de decisión.
Sin embargo, siempre que la situación no sea de urgencia, como es el que comentamos, será aconsejable, como así parece ser que se hizo, con respeto a los principios de autonomía, el planteamiento ante el Juez de Guardia, directamente o a través del Fiscal.
No existe una norma específica que regule el procedimiento a seguir en los casos en los que los Médicos, como garantes de la salud e integridad del paciente, ponga los hechos en conocimiento de la autoridad judicial, pero está claro que mediante el cumplimiento de su obligación de poner los hechos en conocimiento de la autoridad, deberá el Juez proceder de oficio, si el mismo es el destinatario directo de la información, o a instancias del Fiscal, si es éste quien recibe la comunicación de los Médicos, como así hizo el Juez de Barcelona recurriendo a los Mossosd’Esquadra para trasladar al hospital a la mujer embarazada que se negaba a que le fuera inducido el parto.
Que la sentencia establezca que no se haya cometido un delito contra la salud pública no equivale a que no haya habido dopaje. Queda probado que sí lo hubo, pero en aquél mayo de 2006 no había una Ley Antidopaje.
Por eso, la sentencia, a pesar de absolver a los implicados, ha establecido esa entrega de las bolsas de sangre a las autoridades deportivas para “luchar contra el dopaje, que atenta al valor ético esencial del deporte”, cesión de las pruebas penales que permitirá posiblemente abrir expedientes administrativos, incluido los colegiales a los médicos implicados con independencia del pronunciamiento de la sentencia, que asegura igualmente que la sangre podrá ser analizada al no verse comprometido el derecho a la intimidad, justificándolo al entender que el análisis se realizará sobre muestras «que no se encuentran dentro de la persona, sino fuera», lo que con toda seguridad abrirá otro debate jurídico que, hoy por hoy, no está tan claro, y, unido al de la posible prescripción del delito para los deportistas, por el trascurso de más de diez años del presunto dopaje, cuando la ley marca un límite de ocho para la prescripción del delito, hacen que como comentaba al principio no sea augurio de buen final.
Desde el principio de la instrucción, diversos entes españoles, extranjeros e internacionales con competencias administrativas sobre el control del dopaje solicitaron la entrega de las muestras de sangre que habían sido obtenidas en registros domiciliarios efectuados con la correspondiente autorización judicial.
Durante la instrucción, esas peticiones fueron finalmente rechazadas. El tema se aborda nuevamente en la sentencia, porque en ella se debe decidir sobre el destino de las piezas de convicción de conformidad con lo establecido en el artículo 742 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, y, en este punto, revocando la apelada al estimar el recurso de apelación de los organismos competentes para la vigilancia del dopaje, acuerda que se entreguen “muestras de los contenidos de las bolsas de sangre, plasma y concentrados de hematíes a la Real Federación Española de Ciclismo, a la Asociación Mundial Antidopaje, a la Unión Ciclista Internacional y al Comitato Olimpico Nazionale Italiano”, con plena conciencia de que dichos entes van a utilizar las muestras “en orden a la posible incoación de expedientes disciplinarios a los corredores profesionales que pudieren ser identificados como consecuencia de los análisis”.
Para entender todo este proceso es necesario hacer algo de Historia. En España, la Ley del Deporte de 1990 supuso el punto de partida por el que se estableció un marco de represión del dopaje en su práctica que estuvo acompañado de una política activa, ya que por vez primera se establecieron dotaciones de medios materiales, humanos, económicos, infraestructuras, procedimientos y normas, que hasta entonces no habían existido en España.
La aparición de cada vez más sofisticados métodos de dopaje en el deporte había puesto de manifiesto la insuficiencia de la disciplina deportiva para sancionar aquellos supuestos que comprometían la salud pública. Por esta razón, fundamentalmente, así como por la existencia de un ámbito específico de creación de ese riesgo, como es el deporte profesional y el aficionado, hizo que nuestro ordenamiento jurídico constituido por la Ley Orgánica 7/2006, de 21 de noviembre, de protección de la salud y de lucha contra el dopaje en el deporte introdujera en el Código penal de 1995, el cual fue modificado por la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, en vigor, desde el 23 de diciembre de ese mismo año, el artículo 361 bis, que castigaba la dispensa o facilitación de las sustancias y métodos dopantes, sin sancionar por esta vía a los deportistas consumidores, como consecuencia de la tolerancia penal en materia deautopuesta en peligro de la propia vida o la salud.
Desde el punto de vista penal, y hablando en términos muy amplios, actualmente el dopaje es delito y no sólo infracción administrativa) cuando pone en peligro la vida y salud del deportista (artículo 362 quinquies del Código Penal), aunque cuando se cometieron estos hechos el Código Penal no hacía referencia expresa al dopaje, y sólo se castigaba, como autores de un delito contra la salud pública, a “[l]os que expendan o despachen medicamentos deteriorados o caducados, o que incumplan las exigencias técnicas relativas a su composición, estabilidad y eficacia, o sustituyan unos por otros, y con ello pongan en peligro la vida o la salud de las personas” (antiguo artículo 361), lo que explica la absolución de los principales acusados. Artículo 361 bis actualmente suprimido por el número ciento ochenta y ocho del artículo único de la L.O. 1/2015, del pasado 30 de marzo, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal en vigor desde el 1 de Julio de 2015, pasando a ubicarse con las conductas descritas en el Convenio del Consejo de Europa sobre falsificación de productos médicos y delitos similares que supongan una amenaza para la salud pública.
La tipificación de la figura realzaba adecuadamente el bien jurídico que tutelaba la salud pública, considerada por los autores como la suma de todas las integridades individuales, huyéndose de ese modo de cualquier posibilidad de que se protegiera el juego limpio en el deporte, valor considerado inconsistente desde todos los puntos de vista para constituirse en bien jurídico penal.
Este regulación penal en realidad se dirigió contra los médicos y demás personal que por lo general rodea al deportista, pero en ningún caso le alcanzaba a él, último responsable del dopaje, lo que consagraba un sistema de represión del dopaje para los deportistas consumidores estrictamente disciplinario que se confiaba en nuestro Derecho a las Federaciones deportivas, con poco éxito como es público y notorio.
En consecuencia el delito cuando se cometieron estos hechos lo era contra la salud pública para proteger a los deportistas, incluso no profesionales, que con su incursión eliminaba la posibilidad de entender lesionados otros bienes jurídicos tales como el modelo de competición, financiación pública, el juego limpio en el deporte etc., poniendo fin a la tradicional discusión acerca de que el empleo de métodos dopantes traía consecuencias para la salud y, además, ponía en peligro otros bienes jurídicos como los indicados, incluso el modelo de confianza.
Y es que para la aplicación del tipo penal se necesitaba que los productos utilizados incidieran en la salud y, por tanto, fueran suficientemente perjudiciales. El elemento nuclear, por tanto, era el concepto de peligro de la sustancia utilizada para la salud del deportista, es decir, la aptitud o capacidad de una sustancia para provocar daño en la salud del deportista. Por ello, la toxicidad de la mayoría de las sustancias catalogadas como tales requería para que pudiera integrarse en el tipo penal, de una administración en dosis altas y de forma continuada.
Y como era previsible la sentencia que resuelve el recurso de las acusaciones tras el juicio de 2013, absuelve al médico, condenado en primera instancia, a un año de prisión y cuatro de inhabilitación para ejercer como médico deportivo, e igualmente al preparador deportivo, que había sido condenado a cuatro meses de prisión e inhabilitación, manteniendo la absolución para los otros tres acusados del delito contra la salud, al reconocer que aun existiendo distintas definiciones de medicamentos en diversas resoluciones judiciales, la sangre completa, el plasma y las células sanguíneas de origen humano no pueden considerarse medicamentos. Sí lo serían los hemoderivados obtenidos por procedimientos industriales en centros autorizados y cuya materia prima sea la sangre o el plasma humano.
No obstante, como comentábamos al inicio, la Audiencia accede a la petición de las autoridades deportivas y la fiscalía de entregar las 211 bolsas de sangre y plasma requisadas en la Operación Puertopara poder identificar a los deportistas que se dopaban con ellas, lo que puede significar que podrán ser identificadas las docenas de deportistas que se sometieron a transfusiones para mejorar su rendimiento, si antes no se plantea jurídicamente, si es razonable exigir que haya una norma expresa que autorice esa utilización de pruebas penales, considerando que puede no ser suficiente el que no exista ninguna norma que lo prohíba en un procedimiento administrativo sancionador, cuando se han obtenido esas pruebas a través de medios de investigación no autorizados en ese procedimiento administrativo.
En su sentencia contra la que no cabe recurso, el juez Alejandro María Benito, presidente de la sección primera de la Audiencia Provincial de Madrid, revoca la sentencia del juicio de la Operación Puerto dejando para los responsables de la lucha antidopaje, de nuevo, la sensación de una obra incompleta.
Sin embargo, su identificación aunque pretenda evitar que otros deportistas puedan verse tentados a seguir con dichas prácticas, se convertirá en motivo de escarnio público, esté prescrito o no, y hayan abandonado o no a estas alturas su carrera profesional, dado que como he indicado, la entrega del contenido de las bolsas a la Federación Española de Ciclismo, a la Unión de Ciclismo Internacional (UCI), a la Agencia Mundial Antidopaje (AMA) y al Comité Olímpico Italiano (CONI), acusaciones particulares, les permitirá cotejar la sangre o el plasma con el ADN que consideren necesario siempre que no provenga de una base de datos policial. La AMA posee el ADN de los miles de deportistas que alguna vez han pasado un control antidopaje, pues mantiene sus muestras congeladas.
La entrega de las bolsas tendrá al menos un valor simbólico para una opinión pública mundial a la que la estrategia de la defensa de los ciclistas implicados y reconocidos había convencido de que las autoridades españolas no querían llegar al fondo del asunto por temor a descubrir los nombres más excelentes de un deporte español triunfante.
Con todo, los vaivenes en la instrucción y la ausencia hace una década de una normativa estricta han permitido la absolución de quienes, como los implicados, representan la sombra alargada del dopaje, una lacra que atenta contra el juego limpio y la competencia en igualdad de condiciones.
¿Podría haberse evitado la tragedia de Germanwings que costó la vida a 150 personas? Cuanto más se conoce acerca de las circunstancias que llevaron a Andreas Lübitz a estrellar voluntariamente el avión que copilotaba, más claro está que la respuesta es afirmativa, a la vista de los informes emitidos por el Bureau d’Enquêtes et d’Analyses (BEA), oficina de investigación y análisis para la seguridad de la aviación civil de Francia, agencia encargada de investigar y proponer medidas de seguridad aérea. Los detalles del historial médico así lo indican, fijando muchas oportunidades que pudieron evitar el desastre.
La compañía sabía que el piloto tenía antecedentes por depresión desde antes incluso de que obtuviera la licencia, y esa circunstancia había motivado una nota de reserva en su historial médico. Y sin embargo, el piloto había superado las revisiones médicas oficiales, pese a que en los últimos cinco años había visitado a 41 médicos en busca de ayuda para su estado de salud. Y ahora hemos sabido que solo 15 días antes de encerrarse en la cabina del Airbus que cubría el vuelo Barcelona-Dusseldorf y poner el piloto automático en rumbo de colisión con los Alpes, un médico le había diagnosticado un episodio depresivo psicótico y había recomendado su ingreso hospitalario. Si Lübitz pudo convertirse en un suicida homicida, es por una serie de fallos en cadena. En primer lugar, en la propia compañía. La depresión mayor es una enfermedad que no debería pasar desapercibida en un examen médico riguroso. El que no fuera detectada la gravedad de su estado indica las carencias de los controles médicos.
Y en segundo lugar, el hecho de que ninguno de los médicos que le atendió advirtiera del peligro que suponía, pese a conocer su condición de piloto. Es cierto que no tenían obligación de hacerlo y, además, la normativa alemana protege escrupulosamente el secreto profesional. Pero es evidente que en este caso se planteó un problema de colisión entre el derecho fundamental a la intimidad, protegido por el secreto profesional, y el derecho de terceros a la seguridad e integridad física. Son muy pocos los países que, como Canadá o Israel, han abordado legislativamente esta cuestión. Pero parece razonable que en determinadas profesiones que implican riesgos colectivos, el derecho a la intimidad debería estar limitado. Así lo recomendó la Agencia Europea de Seguridad Aérea cuatro meses después del accidente y ahora también lo recomienda la BEA.
Esta limitación, sin embargo, debe estar cuidadosamente regulada para evitar discriminaciones y comprometer el derecho a la reinserción laboral de las personas aquejadas de dolencias mentales. A nadie se le escapa que las etiquetas, en este caso, pueden ser muy estigmatizadoras. Pero debe ser posible una fórmula que garantice al mismo tiempo las posibilidades de reinserción y la protección de terceros. Las limitaciones al secreto profesional podrían establecerse como requisito para el ejercicio de determinadas profesiones y habilitar un sistema que permita a los médicos que atienden privadamente a estas personas a emitir una alerta a las autoridades.
¿Sería entonces necesario relajar en algunos casos las normas sobre la confidencialidad entre médico y paciente? ¿O quizás hace falta intensificar los controles a los que se someten pilotos, maquinistas de tren, conductores de autobús y otras profesiones en las que la confianza en los desconocidos es fundamental?
Estas son algunas de las cuestiones que inicialmente trataron de responderse en Alemania, y ahora en otros países, Francia acaba de reformar y regular el intercambio de información, sometida a secreto en la Ley nº 2016-41 de 26 de Enero de 2016, y también nosotros en España intentamos dar respuestas a todas estas cuestiones que no son fáciles a la vista de la protección punitiva que tiene en nuestro país el secreto médico.
¿Cuál es y ha sido la protección punitiva del secreto médico en España?, nuestra legislación penal si se deja aparte el Código Penal de 1822, de nula o escasísima aplicación, y la breve vigencia del texto de 1928, tan sólo el de 1848 -y su reforma de 1850- mantuvieron la tutela penal del secreto profesional, por lo que bien puede afirmarse, que en ciento setenta y cuatro años de codificación penal moderna, poco más del 13% de este periodo ha gozado de protección punitiva el secreto médico.
El Código de 1995 recogió en su art. 199.2: “El profesional que, con incumplimiento de sus obligaciones de sigilo o reserva, divulgue los secretos de otra persona será castigado con la pena de prisión de uno a cuatro años, multa de doce a veinticuatro meses e inhabilitación especial para dicha profesión por tiempo de dos a seis años”,
Texto mantenido por el artículo único de la L.O. 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la L.O. 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal (BOE, 31 marzo), y en vigor desde el 1 julio 2015.
El sujeto activo de la infracción es el profesional y no cabe duda que tal categoría alcanza a los médicos en sus diversas y variadas especialidades y los profesionales de Enfermería.
Por el contrario, los estudiantes en prácticas no podrán ser incardinados en la autoría propia de los sujetos de la infracción, porque el delito que nos ocupa constituye un delito especial y la revelación realizada por el alumno se tendrá que castigar, no por este precepto, sino por el art. 199.1 (“El que revelare secretos ajenos, de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o de sus relaciones laborales…”).
Sin embargo, dentro del propio secreto médico debe contemplarse la realidad sanitaria actual, que no se refiere ya, por lo general, a la simple y bilateral relación médico-enfermo, sino que constata una actuación de pluralidad de personas, médicos, especialistas, personal de enfermería y personal administrativo del Centro asistencial, que tienen acceso a la historia clínica y a los secretos de los enfermos. El secreto médico es un secreto compartido por diversos facultativos, por médicos internos residentes, por personal de enfermería y de la propia dirección del Centro.
La acción típica consiste en divulgar los secretos de otra persona. Pero tal conducta, que adquiriría una amplitud exagerada, se restringe en el mismo precepto al señalar que tal divulgación lo ha de ser “con incumplimiento de su obligación de sigilo o reserva”, del profesional, en definitiva.
El secreto comunicado al médico o descubierto por éste en su actuación profesional ha de serlo en razón de su condición sanitaria.
La divulgación supone la publicación, la extensión de algo que era secreto, conocido por muy pocas personas, que se saca de tal reserva y se propaga. Secreto derivado de “secerno” es lo que cuidadosamente se tiene por reservado y oculto. Pero la extensión o amplificación de lo no reservado, de lo que en definitiva es público, no constituye violación del secreto médico y en general profesional.
La necesidad de recurrir a los servicios del médico, porque el particular no los puede alcanzar por sí mismo, así como el depósito de confianza que se pone en el profesional, determina como lógica consecuencia el deber de sigilo en éste.
Tal secreto se vulnera con la comunicación a tercero sin justificación para ello. Pero no se produce el incumplimiento de tal deber cuando el propio interesado autoriza su divulgación.
Resulta ridícula la tesis que pretende sacralizar el secreto médico con independencia de la voluntad del afectado. No cabe duda de que este deber de sigilo está condicionado a la existencia de un secreto, de algo que se desea reservado y oculto, por lo que cuando cesa tal deber de conservación, cesa la razón de tal deber.
La doctrina del secreto profesional ha pasado por tres fases. En la primera, el secreto se identifica con el deber profesional de discreción o sigilo, no correlativo a un derecho del paciente. La segunda, ya muy reciente, entiende el secreto como un deber del profesional correlativo a un derecho del ciudadano, de tal modo que es éste quien, salvo excepciones, puede dispensar de la obligación del médico de no revelar los datos relativos a su persona.Durante las últimas décadas se ha subido un tercer escalón, en el que los datos relativos al cuerpo, a la salud y a la enfermedad y a la sexualidad, son considerados como datos “sensibles”, que necesitan una “especial protección”. Con este tipo de datos, pues, hay que extremar las precauciones, ya que afectan a lo más íntimo y propio de los seres humanos. Es evidente que nunca puede haber una protección absoluta, pero a los datos sanitarios hay que aplicarles toda la protección de que la sociedad y los individuos sean capaces.
Esta calificación como datos “sensibles” necesitados de especial protección, es no sólo la consecuencia de la mayor sensibilidad de la sociedad actual para todas las cuestiones relacionadas con la intimidad personal, sino también del gran avance tecnológico que ha hecho posible la vulneración de ese derecho a través de medios muy difíciles de detectar y que por ello mismo las más de las veces quedan impunes.
La obligación de secreto médico puede verse también en gran medida limitada, e incluso anulada, cuando el profesional se ve en la tesitura de acudir a los tribunales, ya sea motivado por la denuncia de un delito, ya sea en calidad de testigo. Puede en estos casos un conflicto entre su deber moral y su obligación jurídica, entre su posición como médico y su proceder como ciudadano, puesto que en virtud del artículo 259 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: “El que presencia la perpetración de cualquier delito público estará obligado a ponerlo inmediatamente en conocimiento del Juez de Instrucción, Municipal o funcionario fiscal más próximo al sitio en que se hallare”; y lo que es más, si este compromiso existe para todo ciudadano se refuerza para el profesional de la medicina, al manifestar el artículo 262 de la citada Ley, la especial obligación de denuncia que surge para los que por razón de su cargo, profesión u oficio tuvieren noticia de algún delito público y la sanción que se les impondrá en caso de no comunicar dichos actos, citando de un modo particular la situación del profesor de Medicina, Cirugía o Farmacia que no denunciase un delito conocido con ocasión del ejercicio de su actividad profesional. En función de estas previsiones se deduce que, lejos de mantener su fidelidad al paciente, el médico tiene un deber de denunciar la comisión de delitos públicos, lo que lleva a asimilar la posición de éste a la de la policía judicial, por más que no figure en el artículo 283 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
Este hecho se ve todavía más agravado por el trato,en mi opinión discriminatorio, del que es objeto el médico en comparación a otros profesionales, al manifestar el artículo 263 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que: “La obligación impuesta en el párrafo primero del artículo anterior no comprenderá a los abogados ni a los procuradores respecto de las instrucciones o explicaciones que recibieren de sus clientes. Tampoco comprenderá a los eclesiásticos y ministros de cultos disidentes respecto de las noticias que se les hubieren revelado en el ejercicio de las funciones de su ministerio”.
Este precepto resulta más llamativo si se aprecia la similitud entre la posición del ministro de culto y el médico, que en numerosas ocasiones actúa como auténtico confesor del paciente que le revela datos de su vida íntima y le pide consejo amparado en la confianza de que todo ello permanecerá en el más absoluto secreto.
Otra circunstancia en la que el médico puede verse obligado a comparecer ante los tribunales es en calidad de testigo, con otro abanico de situaciones singulares.
El delito sólo puede cometerse de forma dolosa o intencional, esto es, cuando se tiene conciencia de la divulgación del secreto. No está penalmente castigada la comisión imprudente.
La penalidad asignada al delito es cumulativa de tres clases de sanciones:Una privativa de libertad (prisión de uno a cuatro años), que se impone en su mitad inferior y en duración menor de dos años, podría ser suspendida en su ejecución.
Una sanción pecuniaria, (multa de doce a veinticuatro meses). Cuya cuota diaria se determinaría motivadamente por el Juez o Tribunal, teniendo en cuenta para ello la situación económica del reo, deducida de su patrimonio, ingresos, obligaciones y cargas familiares y demás circunstancias personales del mismo y señalándose asimismo en la sentencia el tiempo y forma de pago de las cuotas.
Y finalmente una pena privativa de derechos, la inhabilitación especial para la profesión por tiempo de dos a seis años. Esta pena produce la privación definitiva del empleo o cargo sobre el que recayere y de los honores que le sean anejos. Produce además la incapacidad para su obtención durante el tiempo de la condena.
Esta es de las tres sanciones señaladas en la Ley, la más grave para el profesional sanitario -si se aplica la suspensión de la pena privativa de libertad, que es lo normal, pues en otro caso el cumplimiento de la pena privativa de libertad impediría el ejercicio de la profesión- ya que como mínimo se han de imponer dos años, lo que determina en definitiva la pérdida de los ingresos profesionales durante dicho tiempo.
La penalidad en su conjunto parece excesiva y en notable contraste conforme podemos ver diariamente, con la benevolencia en que en semejante caso se trata al funcionario. Así, “la autoridad o funcionario que revelare secretos o informaciones de los que tenga conocimiento por razón de su oficio o cargo y que no deban ser divulgados”, cuando se tratare de secretos de particular se le imponen penas de prisión de dos a cuatro años, multa de doce a dieciocho meses y suspensión de empleo o cargo público por tiempo de uno a tres años.
Este delito es semipúblico, que requiere para su persecución denuncia de la persona agraviada o de su representante legal, si bien cuando aquella fuere menor, incapaz o desvalida, podrá denunciar el Ministerio Fiscal. Tan sólo se excluye de la necesidad de denuncia cuando la comisión del delito afecte a los intereses generales o a una pluralidad de personas.
Debe estimarse razonable la solución dada por la Ley en este punto, pues si hubiera convertido esta infracción en un delito público, hubiera prescindido de los intereses y tutela de la víctima y hubiera agravado más la divulgación del secreto con la causa penal.
Todos los problemas señalados se podrían haber obviado o minimizado, en gran medida, si el legislador estatal hubiese hecho caso de la previsión contenida en el último párrafo del artículo 24.2 de la Constitución, que manifiesta que “La ley regulará los casos en que por razón de parentesco o de secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos”; sin duda, una ley sobre el secreto profesional habría dirimido los conflictos de intereses que en estos casos se producen en la persona del médico entre su condición como tal y sus obligaciones como ciudadano.
Una normativa más flexible y las nuevas tecnologías, son soluciones apuntadas por el Colegio de Médicos de Barcelona (COMB), autores de un reciente informe en el que se ha contado con la participación de Jaume Padrós, presidente del COMB, y Josep Terés, presidente de la Comisión de Deontología del COMB y coordinador de un equipo de expertos redactores del documento.
El informe aboga por establecer un marco normativo que facilite canales de comunicación estables entre la Medicina asistencial (tanto pública como privada) y la Medicina de empresa, siendo un primer paso promover una modificación de la normativa actual para facilitar al médico asistencial la comunicación automática a la empresa de la situación de baja y/o alta del trabajador a través de la Seguridad Social, indicación que no implicaría revelar el diagnóstico y, por tanto, este procedimiento no implicaría la vulneración del deber de secreto por parte del médico, mientras que aportaría ventajas desde el punto de vista organizativo y de garantía de la seguridad.
Otra solución que comparto con el Colegio de Médicos de Barcelona, sería la de la utilización del documento de Consentimiento Informado, tras la información adecuada que corresponda, en el caso de pacientes con trastornos mentales, valorando la incorporación al documento de una explicación sobre cuáles son los límites de la confidencialidad, para que el paciente esté informado de ellos desde el inicio de la relación. Esta medida preventiva del conflicto, ante la posible necesidad de romper el secreto, tendría el objetivo de preservar la confianza necesaria en la relación médico-paciente para garantizar la eficacia del tratamiento y de no favorecer la estigmatización de estos enfermos.
Nadie tiene respuestas seguras cuando los valores implicados son de una parte, la protección de la vida de una o varias personas, y de otra, el derecho que el paciente tiene al respeto de su intimidad y confidencialidad de sus datos, y el deber correlativo del profesional a respetarlos, que es lo que fundamenta la relación de confianza entre el médico y el paciente, fundamental para la consecución de los objetivos de la relación clínica.
Pero también es indiscutible que la protección de la intimidad y la obligación del secreto puedan y en mi opinión deben ceder ante situaciones en las que hay un interés prevalente. Nuestro ordenamiento, ya demanda que la injerencia en la intimidad tenga una finalidad constitucionalmente legítima (como la protección de la salud y de la vida), que exista previsión legal para la medida limitativa propuesta y que esta observe el principio de proporcionalidad, idoneidad y necesidad.
Con ello la responsabilidad penal de la empresa no solo es imputable por los delitos cometidos por sus representantes legales o administradores, sino también por los empleados por no haberse ejercido sobre ellos el debido control. De esta forma el Código Penal establece la obligación de supervisión de los superiores respecto de los empleados, con lo que las sociedades deben demostrar, para que pueda ser considerado eximente o atenuante, que han sido diligentes en la identificación de los riesgos penales y en la implantación de controles como para que de una forma razonable no se produzcan los delitos.
Y ha sido el Pleno de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo quien recientemente ha dictado una sentencia el pasado 29 de febrero de 2016 (sentencia número 154/2016, de la que ha sido ponente el Excmo. Sr. Maza Martín), en la que por primera vez se aprecia la responsabilidad penal de una persona jurídica, explicando los requisitos necesarios para apreciar la responsabilidad de las empresas de acuerdo con el citado artículo 31 bis del Código Penal, partiendo de la existencia de la comisión de delito por una persona física que sea integrante de la persona jurídica.
El primer requisito que señala la sentencia es la de que las empresas hayan incumplido su obligación de establecer medidas de vigilancia y control para evitar la comisión de delitos. “Así, la determinación del actuar de la persona jurídica, relevante a efectos de la afirmación de su responsabilidad penal, ha de establecerse a partir del análisis acerca de si el delito cometido por la persona física en el seno de aquélla, ha sido posible o facilitado por la ausencia de una cultura de respeto al derecho como fuente de inspiración de la actuación de su estructura organizativa e independiente de la de cada una de las personas jurídicas que la integran, que habría de manifestarse en alguna clase de formas concretas de vigilancia y control del comportamiento de sus directivos y subordinados jerárquicos tendentes a la evitación de la comisión por éstos de los delitos”, advirtiendo la sentencia de situaciones futuras donde puedan producirse conflictos de intereses procesales entre las personas físicas acusadas del delito y las personas jurídicas que sean representadas por esas mismas personas físicas, lo que podría originar una conculcación efectiva del derecho de defensa de la empresa. En ese sentido, pide a los jueces y tribunales que intenten evitar riesgos de ese tipo para proteger el derecho de defensa de la persona jurídica. Asimismo, sugiere al legislador que “remedie normativamente” este tipo de situaciones.
No en vano se advierte cómo la recientísima Circular de la Fiscalía General del Estado 1/2016, de 22 de Enero, al margen de otras consideraciones cuestionables, como la de incluir a los colegios profesionales y sus consejos generales, abandonando la consideración de su responsabilidad penal basada en la casuística de los supuestos que se pueden presentar en la actividad colegial, equiparándolos a entidades asociativas, iguales a partidos políticos y sindicatos,hace repetida y expresa mención a la “cultura ética empresarial” o “cultura corporativa de respeto a la Ley” (pág. 39), “cultura de cumplimiento” (pág. 63), etc., informadoras de los mecanismos de prevención de la comisión de delitos en su seno, como dato determinante a la hora de establecer la responsabilidad penal de la persona jurídica, independientemente incluso del cumplimiento estricto de los requisitos previstos en el Código Penal de cara a la existencia de la causa de exención de la responsabilidad a la que alude el apartado 2 del actual artículo 31 bis del Código Penal.
Y si bien es cierto que, en la práctica, será la propia persona jurídica la que apoye su defensa en la acreditación de la real existencia de modelos de prevención adecuados, reveladores de la referida “cultura de cumplimiento” que la norma penal persigue, lo que no puede sostenerse es que esa actuación pese, como obligación ineludible, sobre la sometida al procedimiento penal, ya que ello equivaldría a que, en el caso de la persona jurídica no rijan los principios básicos de nuestro sistema de enjuiciamiento penal, tales como el de la exclusión de una responsabilidad objetiva o automática o el de la no responsabilidad por el hecho ajeno, que pondrían en claro peligro planteamientos propios de una hetero responsabilidad o responsabilidad por transferencia de tipo vicarial, a los que expresamente se refiere el mismo Legislador, en el Preámbulo de la Ley 1/2015 para rechazarlos, fijando como uno de los principales objetivos de la reforma la aclaración de este extremo.
El hecho de que la mera acreditación de la existencia de un hecho descrito como delito, sin poder constatar su autoría o, en el caso de la concurrencia de una eximente psíquica, sin que tan siquiera pudiera calificarse propiamente como delito, por falta de culpabilidad, pudiera conducir directamente a la declaración de responsabilidad de la persona jurídica, nos abocaría a un régimen penal de responsabilidad objetiva que, en nuestro sistema, no tiene cabida.
De lo que se colige que el análisis de la responsabilidad propia de la persona jurídica, manifestada en laexistencia de instrumentos adecuados y eficaces de prevención del delito, es esencial para concluir en su condena y, por ende, si la acusación se ha de ver lógicamente obligada, para sentar los requisitos fácticos necesarios en orden a calificar a la persona jurídica como responsable, a afirmar la inexistencia de tales controles, no tendría sentido dispensarla de la acreditación de semejante extremo esencial para la prosperidad de su pretensión.
En el caso de la sentencia acreditada la ausencia absoluta de instrumentos para la prevención de delitos en hace que, como consecuencia de la infracción contra la salud pública cometida por sus representantes, surja la responsabilidad penal para esta persona jurídica.»
Entre los delitos expresamente previstos en el código penal se encuentran la estafa, las insolvencias punibles, fraude a la seguridad social, delitos contra la hacienda pública, los daños relativos a la propiedad intelectual o industrial, blanqueo de capitales, publicidad engañosa, cohecho, alteración de precios en subastas y concursos, delitos urbanísticos y tráfico de influencias. Concretamente serían el Tráfico ilegal de órganos humanos (artículo 156 bis del Código Penal); Trata de seres humanos (artículo 177 bis CP); Delitos relativos a la prostitución y corrupción de menores (artículo 189 bis CP); Delitos contra la intimidad y allanamiento informático (artículo 197 CP); Estafas y Fraudes (artículo 251 bis CP); Insolvencias Punibles (artículo 261 bis CP); Daños en Programas Informáticos o documentos electrónicos ajenos (artículo 264 CP); Delitos contra la Propiedad intelectual e industrial, el mercado y los consumidores (artículo 288, apartado 1 CP); Blanqueo de Capitales (artículo 302 CP); Delitos contra la Hacienda Pública y la Seguridad Social (artículo 310 bis CP); Delitos contra los derechos de los trabajadores (artículo 318 bis CP); Delito de construcción, edificación y urbanización ilegal (artículo 319 CP); Delitos contra el Medio Ambiente (artículos 327 y 328 del CP); Delitos relativos a la energía nuclear y a las radiaciones ionizantes (art.343 CP); Delitos de riesgo provocado por explosivos (artículo 348 CP); Delitos contra la salud pública (art.369 bis CP); Delitos de falsificación de tarjetas de crédito y débito, y cheques de viaje (artículos 399 bis CP); Cohecho (artículo 427, apartado 2 CP); Tráfico de Influencias (artículo 430 CP); Delitos de Corrupción en las Transacciones Comerciales Internacionales (artículo 445 CP); Organizaciones y Grupos Criminales (artículo 570 quáter)y Delitos de Terrorismo (artículo 576 bis).
En consecuencia las empresas, incluidos como indica la Circular de la Fiscalía General del Estado 1/2016, de 22 de enero, los colegios y consejos Profesionales, deberán implantar un sistema eficaz de prevención de riesgos penales que permita proteger a la empresa o corporación de una posible responsabilidad penal, así como a sus administradores, juntas directivas, consejeros-delegados y Comisiones ejecutivas o permanentes. La existencia de estas medidas racionales y eficaces de control para prevenir riesgos penales puede evitar la comisión de delitos o, de producirse, exonerar de responsabilidad penal y, en consecuencia, de una condena criminal.
Por lo tanto la importancia recae en la diligencia debida ejercida por las empresas, incluidos como ya he indicado, los Colegios y Consejos Profesionales,a la hora de establecer y aplicar el modelo de prevención para los delitos tipificados (Programa de Compliance Penal o Modelo CorporateDefense).
Esta diligencia debida, que conlleva una reducción significativa del riesgo de comisión de delitos, es la que permitirá a las personas jurídicas una exención de la responsabilidad penal. El legislador enfatiza, más que en la modificación de los delitos por los que puede ser condenada una persona jurídica, en que se concreten las condiciones que deben cumplirse para que las personas jurídicas puedan quedar exentas de responsabilidad ante los posibles delitos penales.
Se considerará en consecuencia que el órgano de administración haya adoptado y ejecutado con eficacia, antes de la comisión del delito, modelos de organización y gestión que incluyan las medidas de vigilancia y control idóneas para prevenir delitos de la misma naturaleza.
Se tendrá en cuenta que la supervisión del funcionamiento y del cumplimiento del modelo de prevención implantado haya sido confiado a un órgano de la persona jurídica con poderes autónomos de iniciativa y de control, así como que los autores individuales hayan cometido el delito eludiendo fraudulentamente los modelos de organización y de prevención.
Y por último que no se haya producido una omisión o un ejercicio insuficiente de sus funciones de supervisión, vigilancia y control por parte del órgano de administración.
Por tanto, para una correcta organización empresarial, y corporativa es absolutamente necesario e imprescindible que las personas jurídicas cuenten con un código de prevención de delitos y contra el fraude personalizado, donde se genere en todo momento un entorno de transparencia en la Compañía, al amparo de la legislación vigente, siendo asimismo fundamental una vigilancia del funcionamiento de dicho Código, con el objetivo de conseguir que el mismo sea eficaz, y así conseguir evitar responsabilidad penal alguna en caso de la comisión de un hecho delictivo tanto por parte de algún empleado, como por parte de sus representantes legales y administradores de hecho o de derecho, en nombre o por cuenta de dicha Sociedad.
La mediación, no solo la intrajudicial sino la que se desarrolla en otros ámbitos, representa hoy un “fenómeno imparable” al que cada vez resultan más sensibles los jueces. Así lo puso de manifiesto el director general de la Escuela de Mediación de la Asociación Española de Mediación (Asemed), Jesús Lorenzo Aguilar, presidente del Comité Organizador del II Simposio de Mediación celebrado esta semana pasada en Salamanca con la asistencia de congresistas procedentes de España e Iberoamérica.
Una de las funciones esenciales del Estado de Derecho es la garantía de la tutela judicial de los derechos de los ciudadanos. Esta función implica, para que sea efectiva, el reto de la implantación de una justicia de calidad capaz de resolver los diversos conflictos que surgen en una sociedad moderna y, a la vez, compleja. En este contexto, desde la década de los años setenta del pasado siglo, se ha venido recurriendo a nuevos sistemas alternativos, a la vía judicial, de resolución de conflictos, entre los que destaca la mediación, que ha ido cobrando una importancia creciente como instrumento complementario de la Administración de Justicia.
La mediación se muestra como un mecanismo de resolución de conflictos conocido y utilizado desde antiguo, pero es ahora cuando la sociedad y los poderes públicos la van descubriendo como una poderosa herramienta para evitar el recurso a la demanda judicial, ya que ésta es más costosa, larga y en la mayoría de las ocasiones insatisfactoria, cuando menos para una de las partes.
La mediación es una fórmula de autorregulación en la que son las partes las que encuentran la solución a su conflicto con la ayuda del mediador; por tanto, no es un tercero quien les impone la forma de solucionar sus controversias. A diferencia de otras alternativas de resolución de conflictos, como arbitraje o conciliación, el mediador no juzga, no decide, no propone soluciones. Simplemente ayuda a las partes, promoviendo su acercamiento, a alcanzar por sí mismas un acuerdo con el que queden razonablemente satisfechas. La mediación no implica renunciar a la vía judicial. Sólo la paraliza temporalmente mientras dura el proceso de mediación.
Las directrices de la Unión Europea no son ajenas a estas nuevas corrientes y ya en una decisión marco, de 15 de marzo de 2001, planteaba la necesidad de incorporar la mediación penal para adultos a las legislaciones nacionales. Esta mediación se regula bajo los principios de la Justicia restaurativa cuyo objetivo es que el infractor se responsabilice de lo que ha hecho, sea consciente de las consecuencias y exista un encuentro en el que pueda pedir perdón a la víctima, llegando a un acuerdo para reparar el daño. Además, la víctima encuentra un lugar de escucha y de expresión en el aspecto emocional ante el daño ocasionado, y todo ello permite orientar el conflicto hacia la reeducación y la reinserción.
Hay un terreno, sin embargo, en el que este recurso entra con más dificultad y es el espacio sanitario, en definitiva el mundo de los errores clínicos, a pesar de que las situaciones que motivan la mediación en este terreno se producen en un contexto de sufrimiento por la enfermedad y que conviene “pacificar” cuanto antes, todo ello en aras a la recuperación de la situación de salud.
Habitualmente, cuando pensamos en el ámbito sanitario, nos fijamos en estos “errores clínicos” o en las “negligencias”, cuando deberíamos fijarnos también en otros muchos aspectos como las agresiones al personal sanitario, desacuerdos y demoras en la asistencia, supresión de citas previas, actos quirúrgicos o actitudes negativas del personal sanitario, que son ejemplos de situaciones que plantean conflictos y que con frecuencia se resuelven por vía judicial y que bien podrían solventarse, como alternativa, a través del instrumento jurídico de la mediación sanitaria.
La incorporación al Derecho español de la Directiva 2008/52/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 21 de mayo de 2008, a través del Real Decreto-Ley 5/2012, de 5 de marzo, de mediación en asuntos civiles y mercantiles, ha proporcionado a España un mecanismo de resolución de conflictos que, aunque de escasa tradición en nuestro país, y menos en el sector sanitario, se concibe como una alternativa real y eficaz a los métodos tradicionales de resolución de conflictos en el ámbito civil. Su regulación va más allá del contenido de esta norma de la Unión Europea, en línea con la previsión de la disposición adicional tercera de la Ley 15/2005, de 8 de julio, por la que se modifica el Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil en materia de separación y divorcio, en la que se encomendaba al Gobierno la remisión a las Cortes Generales de un proyecto de ley sobre mediación.
Aunque la Directiva 2008/52/CE se limitaba a establecer unas normas mínimas para fomentar la mediación en los litigios transfronterizos en asuntos civiles y mercantiles, la regulación del Real Decreto-Ley 5/2012 conforma un régimen general aplicable a toda mediación que tenga lugar en España, y pretende tener un efecto jurídico vinculante, si bien circunscrita al ámbito de los asuntos civiles y mercantiles y dentro de un modelo que ha tenido en cuenta las previsiones de la Ley Modelo de la Cnudmi sobre Conciliación Comercial Internacional del año 2002.
El modelo de mediación que contempla nuestra normativa se basa en la voluntariedad y libre decisión de las partes y en la intervención de un mediador, del que se pretende una intervención activa orientada a la solución de la controversia por las propias partes. El régimen que contiene el Real Decreto se basa en la flexibilidad y en el respeto a la autonomía de la voluntad de las partes, cuya voluntad, expresada en el acuerdo que la pone fin, podrá tener la consideración de título ejecutivo, si las partes lo desean, mediante su elevación a escritura pública.
Pero este recurso jurídico y social no es tan fácil en el espacio sanitario. Ya en el año 1999, el Colegio de Abogados de Madrid, a iniciativa de su Decano, Luis Martí Mingarro, aprobó un nuevo Estatuto de funcionamiento y un nuevo Reglamento de la Corte de Arbitraje, de los que fui redactor, en los cuales se introdujo como novedad la creación, en el seno de la Corte, de una Sección especializada en materia de Responsabilidad Civil Sanitaria, como respuesta a la judicialización del ámbito sanitario.
Este Tribunal de Mediación, Conciliación y Arbitraje se componía de tres juristas de reconocido prestigio, conocimiento y experiencia en Derecho Sanitario, dos representantes de las organizaciones de consumidores y usuarios (uno de la Administración estatal y otro de la autonómica), y dos miembros nombrados por las compañías aseguradoras de la responsabilidad profesional sanitaria, constituyéndose como “última opción extrajudicial” a la que se podía acudir para resolver conflictos generados por daños sanitarios.
Su ámbito de actuación se desarrollaba en tres planos: la mediación, que suponía un intento de solucionar de manera amigable los conflictos; la conciliación, donde las partes se sometían al criterio de una tercera, no cerrándose necesariamente la vía judicial; y el arbitraje en sí mismo, que se configura como un proceso formal, rápido y eficiente, en el que las partes se obligan a acatar un laudo y renuncian a resolver sus diferencias en tribunales de forma posterior. A la iniciativa de Martí Mingarro se sumó la ilusión, en este mismo sentido, de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid, asociaciones de pacientes y juristas.
En la búsqueda de posibles soluciones al referido problema, fue cobrando igualmente especial relevancia junto con acciones fundamentales como la solicitud desde el Derecho Sanitario, del baremo para daños sanitarios, la idea de potenciar métodos de solución extrajudicial en las que participaron varios colegios de médicos muy activos, entre ellos el de Bilbao, quien a través del jurista Alfonso Atela abrió esta vía.
Esta tendencia, con estos tímidos antecedentes en nuestro ámbito nacional, viene siendo cada día más respaldada a nivel internacional y concretamente desde las propias instancias comunitarias, donde la Comisión Europea en su Recomendación 98/257/CE impulsaba la resolución amistosa de los litigios en el ámbito de la sanidad y el consumo, definiendo un marco común de los principios rectores de los órganos extrajudiciales y facilitando la creación de una red europea para la resolución de las reclamaciones de los consumidores.
Existe, además, un Dictamen del Comité de las Regiones sobre la solución extrajudicial de conflictos en materia de consumo y una Recomendación de la Comisión relativa a los principios aplicables a los órganos responsables de la solución extrajudicial de los litigios en materia de consumo (1999/C198/11), aplicable por analogía a usuarios y pacientes.
La Comisión igualmente ha establecido los principios aplicables al funcionamiento de los órganos extrajudiciales de resolución de litigios en materia de consumo y en esencia son los siguientes: principio de independencia del órgano responsable de la solución del litigio; principio de transparencia del procedimiento; principio de eficacia; principio de legalidad; principio de libertad y principio de representación.
En la Resolución del Consejo de la UE de 25 de Mayo de 2000 (2000/C155/01), se invita a los Estados miembros a que utilicen instrumentos jurídicos dirigidos a la solución extrajudicial de conflictos.
El Real Decreto 980/2013, de 13 de diciembre, desarrolla cuatro cuestiones esenciales de la repetida Ley 5/2012, de 6 de julio: La formación del mediador; su publicidad a través de un Registro dependiente en el Ministerio de Justicia; el aseguramiento de su responsabilidad y la promoción de un procedimiento simplificado de mediación por medios electrónicos.
Un aspecto muy importante es la obligación contemplada del aseguramiento de los mediadores que se articula a través de un contrato de seguro de responsabilidad civil o garantía equivalente a fin de cubrir los daños y perjuicios derivados de su actuación: “Todo mediador deberá contar con un contrato de seguro de responsabilidad civil o una garantía equivalente por cuya virtud el asegurador o entidad de crédito se obligue, dentro de los límites pactados, a cubrir el riesgo del nacimiento a cargo del mediador asegurado de la obligación de indemnizar por los daños y perjuicios causados en el ejercicio de su función.” La suma asegurada o garantizada por los hechos generadores de la responsabilidad del mediador, por siniestro y anualidad, será proporcional a la entidad de los asuntos en los que intervenga.
De forma paralela, se introduce la obligación de aseguramiento de la responsabilidad de las instituciones de mediación a que se refiere el artículo 14 de la Ley 5/2012, de 6 de julio, y que podrá derivarse bien de la designación del mediador bien del incumplimiento de las obligaciones que les incumben.
Finalmente, se establece que la institución de mediación habrá de asumir solidariamente con el mediador la responsabilidad derivada de la actuación de éste para garantizar de forma efectiva la previsión establecida en la ley que otorga al perjudicado acción contra el mediador y la institución de mediación que corresponda, con independencia de las acciones de reembolso que asistan a ésta contra los mediadores.
Pero volviendo al espacio sanitario, solo un proyecto iniciado en el año 2011, y por lo tanto ya con una experiencia de cinco años y unos resultados plausibles, es en mi criterio el único que puede servir de avanzada de la mediación en este ámbito; se trata del conocido en el sector asegurador como “modelo Abarca”, que diseñado por el médico y jurista Juan Abarca Cidón, incorporó a su grupo de Hospitales, creando una estructura especifica que asumió la función de catalizador del proceso de intermediación para aquellas reclamaciones de riesgo que ocurrían en los hospitales del grupo HM Hospitales.
En esta estructura, denominada Unidad Jurídica de Intermediación, están representados de forma indivisible la vertiente legal (abogados procesalistas expertos en Derecho Sanitario), y la vertiente asistencial (Dirección Médica), cuya intervención queda sujeta a la indicación expresa de la Dirección General y una vez indicada su participación, e informada de la misma a la compañía aseguradora, tiene capacidad para asumir la gestión de siniestros hasta un determinado importe. En aquellos siniestros en los cuales la cuantía indemnizatoria estuviera por encima de esa cifra la dirección y gestión del expediente recaería exclusivamente en la aseguradora.
De esta forma se trasciende la mera recepción pasiva de notificaciones judiciales (tanto de responsabilidad civil como penal), pasando a trabajar proactivamente detectando las reclamaciones de riesgo en las reclamaciones verbales/escritas a través de Atención al Paciente, y/o escritos presentados ante el Colegio de Médicos (Comisión Deontológica), convirtiendo este modelo en una alternativa eficaz a la vía judicial y una oportunidad para solucionar extrajudicialmente conflictos en el ámbito sanitario.
Es cierto que en esta experiencia puede echarse en falta la presencia de un tercero (elegido por las partes o impuesto por un juez) del que se asume neutralidad e imparcialidad, elemento que en este caso no ocurre ya que la gestión del proceso de resolución “amistosa” del conflicto recae sobre una estructura ligada a una de las partes (HM Hospitales), que es la unidad Jurídica de Intermediación, pero es un buen ejemplo de viabilidad de la mediación sanitaria, que en la experiencia de sus cinco años ha logrado reducir la incertidumbre, el riesgo y el coste económico de titulares de servicios sanitarios, aseguradoras y abogados defensores de las partes involucradas eliminando la judicialización del profesional y la medicina defensiva.
No obstante queda un camino por hacer.
El pasado día 25 hizo 30 años que se promulgó una de las leyes más importantes del Derecho Sanitario y de nuestra democracia: la Ley General de Sanidad, impulsada por el ministro socialista Ernest Lluch.
Esta ley, que seguía el modelo de William Beveridge, permitió que la mayoría de los ciudadanos del Estado español pudieran utilizar el sistema público de salud, y no solo aquellos que tributaban a través de la renta de su trabajo. Probablemente, contribuyó de manera decisiva a la reducción de las desigualdades sociales y consolidó el derecho a la salud como un elemento básico de justicia social
Desde esta promulgación, la Ley ha sufrido sucesivos cambios que han consolidado un modelo de Sistema Nacional de Salud que hoy necesariamente requiere de un pacto por la sanidad desde el ámbito político, si tenemos en cuenta que la Ley se plasmó en 113 artículos, 10 disposiciones adicionales, cinco disposiciones transitorias, dos disposiciones derogatorias y 15 disposiciones finales: en total tiene 143 artículos, de los que 106 han perdido efectividad normativa.
No obstante, su importancia radicó en que esta Ley permitió dar una amplia cobertura legal y política a lo estipulado en el artículo 43 de la Constitución Española en cuanto al reconocimiento del derecho a la protección de la salud, desterrándose todo planteamiento de tipo caritativo y, por el contrario, reconociéndose legalmente el derecho fundamental a la salud establecido en nuestra norma jurídica suprema.
A partir de este principio irrenunciable, la Ley General de Sanidad dio forma al Sistema Nacional de Salud, definido como el conjunto de los servicios de salud de la Administración del Estado y de las comunidades autónomas “convenientemente coordinados”.
Además, la Ley General de Sanidad nació como un elemento fundamental en la búsqueda y consecución de la justicia social. Este objetivo, tan necesario en la construcción de nuestro Estado democrático durante los años de la transición, también sería una respuesta al mandato constitucional de protección de la salud como un elemento básico del bienestar individual y la propia justicia social.
Los fines previstos en la Ley se consiguieron mediante el establecimiento de un Sistema de Salud de cobertura universal, público, de calidad, acceso gratuito y coordinado, y en donde surgen como valores fundamentales la equidad y la financiación solidaria basada en impuestos.
Y es en estos aspectos de equidad y solidaridad donde debemos detenernos para entender mejor la importancia de la Ley General de Sanidad. En su artículo 3, la Ley General de Sanidad nos explica que “la política de salud estará orientada a la superación de los desequilibrios territoriales y sociales”, y esta explicación no hace sino trasladarnos al momento presente y a los diferentes desafíos que enfrenta el Sistema Nacional de Salud en la actualidad.
Hay que recordar también que, a partir de la Ley General de Sanidad, y como fruto de la culminación del traspaso de competencias en materia de sanidad del Estado a las comunidades autónomas en el año 2002, se elabora en el año 2003 la Ley de Calidad y Cohesión del Sistema Nacional de Salud que dotó al Fondo de Cohesión Sanitaria de unas finalidades y un presupuesto que servirían para corregir desigualdades y asegurar la cohesión sanitaria.
Organización, coordinación, universalización, participación… Estos términos, acuñados en relación al Sistema Nacional de Salud, suenan hoy muy familiares, pero eran completamente nuevos hace treinta años. Llegaron con la Ley que era ciertamente una Ley organizadora, pero era y es una Ley que superó la concepción hasta entonces imperante y nos ponía, y nosotros así en su día lo comprendimos, en el camino de la construcción del auténtico Derecho Sanitario. Tiene por objeto, así lo dice su artículo 1º, regular todas las acciones que permitan hacer efectivo el derecho a la protección a la salud y a la atención sanitaria de todos y definir y regular los derechos y deberes de todos respecto al bien salud, en la expresión del artículo 43 de nuestra Constitución, como decía inicialmente.
Y, aunque la mayoría de las disposiciones contenidas en la Ley General de Sanidad tenían carácter organizativo, se contenían en ella diversas previsiones relativas a la autonomía y derechos y obligaciones de los pacientes. Entre las que destacaban la voluntad de humanización de los servicios sanitarios. Así, mantenía el máximo respeto a la dignidad de la persona y a la libertad individual, de un lado, y, de otro, declaraba que la organización sanitaria debe permitir garantizar la protección de la salud como un derecho inalienable de la población mediante la estructura del Sistema Nacional de Salud, que debe asegurarse en condiciones de escrupuloso respeto a la intimidad personal y a la libertad individual del usuario, garantizando la confidencialidad de la información relacionada con los servicios sanitarios que se prestan, y sin ningún tipo de discriminación.
Después fue el Convenio de Oviedo el que constituyó una iniciativa capital puesto que, a diferencia de las distintas declaraciones internacionales que lo precedieron, fue el primer instrumento internacional con carácter jurídico vinculante para los países que lo suscribieron, residiendo su especial valía en el hecho de establecer un marco común para la protección de los derechos humanos y la dignidad humana en la aplicación de la Biología y la Medicina.
En él se trató explícitamente, con detenimiento y extensión, la necesidad de reconocer los derechos de los pacientes, entre los cuales se resalta el derecho a la información, el consentimiento informado y la intimidad de la información relativa a la salud de las personas, persiguiendo el alcance de una armonización de las legislaciones de los diversos países en estas materias; por lo que es absolutamente necesario su cita, como precedente obligado de la Ley 41 /2002, reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, Ley que completó las previsiones contenidas en materia de derechos y obligaciones de los pacientes en la Ley General de Sanidad, adaptando dichas previsiones al Convenio del Consejo de Europa, para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la biología y la medicina, así como a otras disposiciones legales posteriores a la Ley General de Sanidad, como es el caso de la Ley Orgánica de Protección de Datos de Carácter Personal entre otras muchas.
La Ley 41/2002 vino a plasmar el derecho a la protección de la salud, recogido en el artículo 43 de nuestra Constitución ya citado, en lo relativo a las cuestiones más estrechamente ligadas a la condición de sujetos de derechos de los usuarios de servicios sanitarios, y uno de los valores que, de forma sobresaliente, le otorga a los seres humanos el estatuto de la dignidad lo representa, sin lugar a dudas, la autonomía del paciente, entendida ésta como la capacidad de autogobierno que le permite, al paciente, elegir razonadamente en base a una apreciación personal sobre las posibilidades futuras, evaluadas y sustentadas en un sistema propio de valores.
En definitiva norma que ha sido principio y base esencial en materia de derechos y obligaciones de los pacientes, y que ha supuesto en su desarrollo posterior una nueva cultura ya perfectamente interiorizada tanto por los Médicos como por los Pacientes.
Con motivo de la introducción en nuestro ordenamiento, mediante la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, del Código Penal de la “responsabilidad penal de las personas jurídicas”, se introdujo una detallada regulación establecida primordialmente en el art. 31 bis del Código Penal, que se completaba con las disposiciones de los arts. 33.7 (penas imponibles a las personas jurídicas), 50.3 y 4 (extensión y cuota diaria de la pena de multa), 53.5 (posibilidad de pago fraccionado), 52.4 (multas sustitutivas de la multa proporcional, cuando no sea posible el cálculo de esta), 66 bis (determinación de la pena aplicable), 116.3 (responsabilidad civil) y 130 (supuestos de transformación y fusión de sociedades). Su razón y objetivo fue tanto del incesante proceso de armonización internacional del Derecho Penal como de la sentida necesidad de dar una respuesta más eficaz al avance de la criminalidad empresarial, fundamentalmente en el marco de la delincuencia económica.
Ya desde su introducción en 2010, esta modificación en el régimen de responsabilidad penal de la persona jurídica fue criticado por un amplio sector doctrinal, que lo consideró incompleto y confuso en muchos de sus aspectos esenciales, lo que motivó el que la Fiscalía General del estado dictara la Circular 1/2011 estableciendo las líneas explicativas y de aplicación unificadas para su interpretación por el colectivo de Fiscales, en aquellos casos de responsabilidad penal de las personas jurídicas conforme a la reforma indicada.
La razón era lógica, se necesitaba aclarar su ámbito de aplicación, pues al no definir el legislador que se debía entender por “persona jurídica” penalmente sancionable, solo quedaba remitirse a la legislación civil y mercantil, por lo que debía interpretarse por esta legislación cualesquiera “empresas, entidades o agrupaciones de personas que ostenten personalidad jurídica”. El apartado 5 del art. 31 bis CP establecía una excepción a esta regla general, en cuanto excluye de este régimen expresamente a las siguientes entidades de derecho público: El Estado y las Administraciones Públicas territoriales e institucionales; Los Organismos Reguladores tales como, la Comisión Nacional del Mercado de Valores, la Comisión Nacional de la Energía o la Comisión Nacional de la Competencia; Las Agencias estatales y Entidades Públicas Empresariales: las primeras reguladas por la Ley 28/2006, de 18 de julio, de Agencias Estatales y la Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y funcionamiento de la Administración General del Estado; Las segundas, reguladas en el art. 166 de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas; Los partidos políticos; Los sindicatos, aunque excluyendo a las organizaciones patronales; Las organizaciones internacionales de Derecho público y por último las organizaciones que ejerzan potestades públicas de soberanía, administrativas o cuando se trate de Sociedades mercantiles Estatales que ejecuten políticas públicas o presten servicios de interés económico general.
Esta Circular de la Fiscalía General del Estado realizó una interpretación teleológica de este precepto entendiendo que la exclusión no afectaba a las organizaciones en todo caso, sino “exclusivamente en el marco de su actividad en el ejercicio de las funciones de soberanía o administrativas” y que, por tanto,no puede considerarse excluida con carácter general la responsabilidad penal de los Colegios Profesionales y las demás Corporaciones de Derecho Público sino que habrá que efectuar una valoración jurídica casuística, postura que no fue compartida ya por un importante sector de la doctrina.
No habían pasado cinco años de esta reforma, y con un bagaje escaso en cuanto al número de procedimientos dirigidos contra personas jurídicas y sin apenas tiempo para haber evaluado la eficacia de esta normativa, la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, acometió una importante modificación del art. 31 bis, reformando parcialmente el art. 66 bis e introduciendo tres nuevos artículos, 31 ter, 31 quater y 31 quinquies que, con la única novedad de extender en este último el régimen de responsabilidad a las sociedades mercantiles públicas, reproducen el contenido de los apartados 2°, 3°, 4° y 5° del art. 31 bis original. Una relevante reforma, incorporada al Anteproyecto de Ley Orgánica, de 27 de junio de 2013, que por cierto no pasó a informe del Consejo Fiscal ni del Consejo General del Poder Judicial.
Con ocasión de esta nueva redacción dada por la Ley orgánica 1/2015, de 30 de marzo, el artículo 31 quinques del Código Penal, la Fiscalía General del Estado a través de una nueva Circular la 1/2016, adopta una interpretación de la norma que excluye a los Colegios profesionales de cualquier excepción a la aplicación de la responsabilidad penal sin que haya en la reforma de la norma ningún elemento que sustente dicho cambio interpretativo, y sin que se atienda a la naturaleza jurídica de los Colegios Profesionales (art. 36 CE, Secc. Derechos y Deberes) que establece la diferencia con entidades de base asociativa como partidos políticos (art. 6 CE) o sindicatos (art. 28 CE, Derechos y Libertades); y con Cámaras de Comercio (art. 52 Política social y económica), que, si bien estas son Corporaciones de Derecho público, no tienen el mismo régimen, fines ni objetivos que los Colegios profesionales siendo los de éstos la defensa independiente de los derechos e intereses de los ciudadanos, clientes o pacientes, usuarios de los servicios de sus colegiados (art. 1 LCP).
Con ello la Fiscalía General del Estado realiza una interpretación que no se corresponde con la auténtica naturaleza jurídica de los Colegios profesionales y sus Consejos Generales, en la que abandonando la consideración de su responsabilidad penal basada en la casuística de los supuestos que se pueden presentar en la actividad colegial, los equipara a entidades asociativas, iguales a partidos políticos y sindicatos, como entidades en las que la incorporación a las mismas es una libertad que se puede ejercer o no, mientras que los Colegios Profesionales son entidades creadas para la incorporación como requisito o deber para ejercer determinadas profesiones que afectan a derechos de los ciudadanos.
La Directiva 2006/123/CE, de 12 de diciembre de 2006, relativa a los servicios en el mercado interior, cita a los Colegios Profesionales como un elemento fundamental para crear un mercado interior de servicios profesionales de calidad. Siguiendo esta línea, las leyes españolas de transposición formal han considerado a los Colegios Profesionales como componentes básicos en el entramado institucional como parte indispensable de la Sociedad Civil, reconociendo sus funciones de interés general: comoAutoridad Competente (Art. 3.12); Indispensables en su participación en el funcionamiento del sistema de Ventanilla Única (Art. 18.1); actores indispensables para el fomento de los servicios de calidad y para la aplicación de la política comunitaria de calidad de los servicios profesionales, otorgándoles la autoría de las llamadas “cartas de calidad” (Art. 20, a)ii) y de los códigos de conducta a nivel nacional (Art. 22.3e) y a nivel europeo (Art. 20c) y como organizaciones indispensables para el fomento de la evaluación independiente de la calidad de los servicios (Art. 20.b); garantía de legalidad del ejercicio profesional, incluyéndolos en la información básica y garantía para los usuarios, a través de la exigencia de registro y la certificación de la habilitación actual para el ejercicio (Art. 22.2.d); se les considera fundamentales para establecer los mecanismos y procedimientos de resolución extrajudicial de conflictos (Art. 22.3.f); y son interlocutores indispensables para transmitir información a las Autoridades Competentes de otros Estados miembros sobre medidas disciplinarias (Art. 32.1)
El Tribunal de Justicia de la Unión Europea también ha insistido en el valor de los Colegios Profesionales en sus funciones de interés general, control deontológico y protección de la independencia facultativa en el ejercicio de la profesión (Sentencia en el Asunto Wouters de 19 de febrero de 2002, WOUTERS, As. C-309/99 Punto 97 y ss).
Sobre esta base, los Colegios Profesionales son Corporaciones de Derecho Público protegidas constitucionalmente en lo que a sus particularidades organizativas y funcionales se refiere, por medio de lo que la jurisprudencia denomina “garantía institucional”. Como señala la sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 31 de marzo de 2005 (RJ 2005\6341): “La garantía institucional de los Colegios Profesionales, que deriva de su constitucionalización en el artículo 36, se extiende no solamente a asegurar su existencia en términos de recognoscibilidad sino también al reconocimiento de los Colegios como entes sociales de carácter representativo de base democrática, que agrupan a quienes ejercen una determinada profesión titulada para la prosecución y defensa de intereses públicos y privados para preservar el contenido esencial de participación de los colegiados en la institución colegial, en congruencia con la exigencia de que la estructura interna y el funcionamiento sean democráticos”.
La Constitución garantiza la identidad institucional de los Colegios, de modo que la ley tiene que garantizar su existencia y el correcto ejercicio de la función de interés general que, como Corporaciones de Derecho Público, los Colegios Profesionales tienen encomendadas.
En el momento constituyente, y actualmente tras las múltiples reformas de la Ley de Colegios Profesionales, la colegiación de las profesiones que contaban, y cuentan, con Colegios Profesionales era, y es, obligatoria.
El Tribunal Constitucional ha declarado acorde a la Constitución la exigencia de la colegiación obligatoria (SSTC 123/1987, 89/1989, 139/1989 166/1992 y 89/2013), construyendo su doctrina al hilo de su exégesis de los artículos 22 (derecho de asociación), 28 (derecho a la libertad sindical), 35 (derecho al trabajo y a la libre elección de profesión y oficio), 36 (remisión a la ley de la regulación de las«peculiaridades propias de los Colegios Profesionales) y 149.1. 1a (competencia exclusiva del estado sobre la regulación de las condiciones que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y deberes constitucionales).
Señalando en la SSTC 89/1989 y 194/1998), que la colegiación obligatoria, como requisito exigido por la Ley para el ejercicio de la profesión no constituye una vulneración del principio y derecho de libertad asociativa, activa o pasiva, ni tampoco un obstáculo para la elección profesional. Ahora bien, esta afirmación fue hecha no sin antes recordar que los Colegios Profesionales “constituyen una típica especie de corporación reconocida por el Estado, dirigida …esencialmente a garantizar que el ejercicio de la profesión -que constituye un servicio al común- se ajuste a las normas o reglas que aseguren tanto la eficacia como la eventual responsabilidad en tal ejercicio”.
Los estándares de calidad del ejercicio profesional sólo pueden asegurarse, por tanto, si todos los profesionales del sector, sin diferenciación alguna en razón de la naturaleza de su vínculo profesional o del carácter público o privado del empleador, están sometidos a las disposiciones de los códigos deontológicos y para ello es imprescindible que todos los profesionales estén sometidos a la obligación de colegiación.
Estos estándares de máxima calidad y la aplicación universal de los controles no vienen exigidos únicamente a nivel europeo, sino que son plenamente coincidentes, por ejemplo, con la legislación sectorial, prevista en la Ley 44/2003, de 21 de noviembre, de Ordenación de las Profesiones Sanitarias, Artículo 5.1 a), que exige una atención sanitaria acorde con el estado de desarrollo de los conocimientos científicos de cada momento y con los niveles de calidad y seguridad exigibles por ley o por disposiciones de los códigos deontológicos aplicables.
En este ámbito sanitario, la misión de control de la práctica profesional, de la formación continua, la competencia profesional, la certificación y recertificación de las competencias profesionales y el resto de las obligaciones deontológicas de los prestadores, es una función propia e intransferible de los colegios profesionales. Esa función básica de compromiso con la sociedad debe poderse ejercer con carácter universal para poder asegurar a los pacientes que sus derechos estarán siempre protegidos y con la misma intensidad y exigencia, cualquiera que sea el ámbito, lugar o naturaleza de la relación prestacional. Sin importar en tales casos, si el profesional presta sus servicios en el ejercicio privado o bajo la dependencia funcional del empleador público, ya que el sometimiento al ordenamiento deontológico de todos ellos sin distinción está expresamente reconocido en las leyes (artículo 4, apartados 5 y 7 LOPS; y artículo 19,b) de la Ley 55/2003, de 16 de diciembre, del Estatuto Marco del personal estatutario).
Si, como señala la disposición transitoria cuarta de la Ley Ómnibus, el futuro proyecto de Ley de Servicios Profesionales deberá prever la continuidad de la obligación de colegiación en aquellos casos y supuestos de ejercicio en que se fundamente como instrumento eficiente de control del ejercicio profesional para la mejor defensa de los destinatarios de los servicios y en aquellas actividades en que puedan verse afectadas, de manera grave y directa, materias de especial interés público, como pueden ser la protección de la salud y de la integridad física o de la seguridad personal o jurídica de las personas físicas, no será posible segmentar a dichas profesiones en función de la naturaleza pública o privada de los empleadores de los profesionales, puesto que, con ello, se pierde toda posibilidad de llevar a cabo ese control del ejercicio profesional. Pérdida de control que perjudica, sobre todo y en primer término, a los destinatarios de los actos profesionales, pacientes o usuarios.
Por ello, no es posible sustituir la colegiación obligatoria de profesionales que prestan sus servicios en el sector público por un control deontológico directo de la Administración, manteniendo, al mismo tiempo, la colegiación voluntaria de esos profesionales que así quedarían sometidos a los órganos de control disciplinario tanto del Colegio como de la Administración. Sencillamente, porque tal control de la Administración no es posible.
En primer lugar, porque únicamente los Colegios profesionales pueden garantizar la neutralidad en la aplicación de la normativa colegial y asegurar que en todo momento se respete y se proteja la independencia en la actuación facultativa de sus miembros. Y en segundo término, porque la independencia de los facultativos en el ejercicio de su profesión, su ética profesional, su responsabilidad deontológica y facultativa exige un control independiente ejercido por los colegios. El control deontológico que pudiera llevar a efecto la Administración frente a estos profesionales que trabajan o prestan sus servicios profesionales para ella choca con el grave inconveniente de la falta de independencia e imparcialidad de aquélla, al tener que actuar en tales casos como enjuiciadora y parte. A ello debe añadirse que el régimen sancionador que tiene previsto la Administración únicamente contempla una tipología de infracciones relacionadas con el vínculo que le une con el profesional funcionario y no con el propio acto profesional.
Por tanto, estamos ante la figura de la Corporación colegial como entidad de derecho público, con potestades públicas atribuidas por la ley, con un estructura y funcionamiento que es sectorial pero amparada por la Constitución Española y que se sitúan entre la Administración del Estado o la Administración Autonómica y el administrado, ejerciendo funciones que corresponden a éstas por su carácter público, pero que la ley les atribuye su ejercicio para un funcionamiento óptimo, de más pericia, y sobre todo para que se encuentren en una posición de independencia respecto al poder público, que no puede cercenar su actuación, y así cumplir los fines que se la han encomendado por la ley.
La posición de los Colegios profesionales viene a ser un elemento determinante de su naturaleza jurídica peculiar debido a que mientras partidos políticos y sindicatos son entidades asociativas y por ello la incorporación a los mismos es una libertad que se puede ejercer o no, los Colegios Profesionales son entidades creadas para la incorporación como requisito o deber para ejercer determinadas profesiones que afectan a derechos de los ciudadanos.
La libertad de elección de profesión u oficio del artículo 35 de la Constitución Española tiene, en determinados casos, el correlativo deber de sujetarse a unas normas y reglas determinadas por los Colegios Profesionales con el fin de garantizar la buena práctica profesional, lo que supone la garantía institucional que estas entidades prestan mediante las funciones de ordenación y control, de las que ha de destacarse la función deontológica, consistente en la capacidad de aprobar una norma de obligado complimiento para los profesionales que ejercen la profesión y que se recoge como Código deontológico; y la potestad disciplinaria mediante un régimen de faltas y sanciones.
Estas atribuciones legales sitúan a los Colegios Profesionales y sus Consejos Generales en una categoría peculiar, específica y diferente. No siendo posible basar íntegramente su naturaleza en la asociación, puesto que su naturaleza, creación y fines son diferentes.
Siendo más que discutible la interpretación que la Fiscalía General del Estado ha realizado a la vista de la naturaleza jurídica de los Colegios profesionales y sus Consejos Generales que acabamos de comentar, debería recuperarse el criterio que la Fiscalía adoptó en su Circular 1/2011, criterio que mantiene Unión Profesional a través de un acertado informe que ha sido reflejado en este comentario.
Somos conscientes que estas Circulares son las pautas sobre valoración e interpretación de preceptos materiales y procesales a los que han de ajustarse los miembros del Ministerio Fiscal, pero ojalá que el principio de seguridad jurídica, reconocido al más alto nivel en el art. 9.3 de la Constitución española dirigido a procurar a los ciudadanos la garantía de recibir el mismo tratamiento en la aplicación del Derecho, promoviendo la previsibilidad de la respuesta de los órganos encargados de aplicarlo, permita reconsiderar al Ministerio Publico el alcance de unos criterios hermenéuticos comunes que pugnan con la realidad de la naturaleza jurídica de los Colegios Profesionales y sus Consejos Generales.
En un magnífico trabajo de los profesores Álvarez Vélez y Montalvo de Jääskeläinen* quedaba recogidala necesidad ya ineludible de regulación de los lobbies en España, no sin reconocer que su debate acerca de la conveniencia de esta regulación ha estado presente desde los inicios de nuestra democracia, y con mayor intensidad tanto en los debates parlamentarios, como con posterioridad a la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, analizándose las influencias que reciben los poderes públicos en la toma de decisiones. Pero tras 38 años de democracia, los parlamentos españoles siguen sin regular su actividad y su relación con los cargos políticos. La necesidad de las organizaciones privadas de informar a los representantes públicos es tan real como la que tienen por que se vean favorecidos sus legítimos intereses.
Y un primer paso ha sido el ‘Registro de Grupos de Interés’,que ha puesto en marcha la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) a principios de marzo, que aunque ceñido específicamente a dicho organismo, y enmarcado en los dispuesto en el Art. 37 de la Ley 3/2013, de 4 de junio, de creación de la CNMC, puede constituir una vía o referencia para una institucionalización de los registros de lobbies en este país, como instrumento facilitador de su acceso a nivel comunitario.
Se trata de un registro de carácter voluntario, público y gratuito que recoge una relación de cinco categorías de grupos de interés, entre las que se encuentra el sector de servicios de consultoría y asesoramiento, incluidos despachos y bufetes, el sector empresarial incluyendo asociaciones empresariales y sindicales, las organizaciones no gubernamentales incluidas las plataformas y redes, y los grupos del sector científico y de investigación, así como instituciones académicas.
Como sucede con otros registros, el creado por la CNMC incluye un código de conducta llamado ‘Decálogo Ético’ que establece los principios de actuación de los grupos de interés. Entre estas normas se recogen muchas de las observadas en el Registro de la Unión Europea, evitando que se ponga al personal de la CNMC en situaciones que puedan generar conflictos de interés o infracción de normas y evitando la difusión de información de carácter confidencial.
Pero como indicaba antes, ceñido exclusivamente a la actividad de la CNMC, y por lo tanto muy lejos todavía de una Ley básica reguladora de los lobbies, del desarrollo de códigos éticos para los grupos de interés y registros nacionales, en especial, para el poder legislativo y ejecutivo; así como un órgano que pueda controlar las actividades de los lobistas, sin olvidar que el acceso a los centros de decisión política debe quedar garantizada a todos los ciudadanos y no solo a aquellos que puedan disponer de los recursos económicos necesarios para acudir a la fórmula del lobbismo (lobbyism).
El artículo 9.2 de la Constitución española establece que: «Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y delos grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». Y con idéntico propósito, el derecho a la participación en la vida pública viene igualmente reflejado en el art. 23 de la Constitución, que habilita a los ciudadanos a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes.
Pero como casi siempre, empezamos sin cimientos, pues sería necesario establecer claramente con carácter previo una definición jurídica del concepto, pues aunque podamos “entender”, que hacer lobby es el intento de influenciar una legislación o política. Si concretamos todavía más la definición, se centraría únicamente en representar directamente a aquellos que buscan influenciar a los legisladores. Y una descripción más realista incluiríadiferentes formas de comunicación y campañas que informan o apoyan la formación de una determinada política.
Nuestro Diccionario de la Real Academia Española, equipara lobby con ‘grupos de presión’, término que es definido como “conjunto de personas que, en beneficio de sus propios intereses, influye en una organización, esfera o actividad social”, lo que con esa connotación peyorativa casi lo alinea con el “tráfico de influencias”, que se contempla en el Título XIX del Libro II del Código Penal, tipificado como delito: «Delitos contra la administración pública» y en su Capítulo VI, artículos 428 a 431, se castiga el tráfico de influencias que fue introducido en nuestra legislación penal, por primera vez, por Ley Orgánica 9/1991 de 22 de marzo.
Razón de la necesidad de establecer un marco de definición del concepto, que como acertadamente recogen en su trabajo los profesores Álvarez Vélez y Montalvo de Jääskeläinen, evitaría que el estado de Derecho pueda ofrecer y regular la posibilidad de actuar, para poder cambiar una realidad política, sin que esta resulte sospechosa. Y como recogen los autores citados la definición de lobby sería “toda reunión de individuos autónoma y organizada que lleva a cabo acciones para influir en los poderes públicos en defensa de los intereses comunes de sus miembros”.
Ahora bien, para ello la lista de medidas a adoptar sería larguísima, con prácticas que a la fecha solo hace en nuestro país la CNMC, como es la publicación de las agendas de los responsables públicos, pero sería también necesaria la “huella legislativa”, que permitirá conocer la génesis de una Ley desde su inicio, con la constancia y justificación de la elección y participación de expertos, reseña de todas las modificaciones hasta su definitiva aprobación, y lo que en mi opinión es fundamental, como es la obligatoriedad aunque con algunos matices, de los Registros, como ya existe en Estados Unidos, Gran Bretaña, Suecia, y Dinamarca donde se ha optado por imponer la obligación de explicitar en un registro a qué te dedicas y qué intereses te mueven, con qué personal cuentas, cuando mantienes contacto con las instituciones públicas. Y, en algunos casos, cuánto dinero dedicas a dicha actividad, si no queremos que pase lo que actualmente ocurre en las instituciones de la UE.
En junio de 2011, la Comisión Europea y el Parlamento pusieron en marcha el Registro conjunto para la transparencia del lobismo, que sustituyó al anterior Registro de la Comisión que había estado teóricamente en vigor desde 2008, y el del Parlamento Europeo que estuvo vigente desde 1996, en el que de forma voluntaria los lobbies pueden inscribirse y someterse a su código de conducta. Aunque los primeros documentos relevantes que trataron el tema de las relaciones institucionales fue el ‘Libro Blanco de la Gobernanza Europea’ de 2001 y el ‘Libro verde sobre la iniciativa de Transparencia Europea’ redactado por la Comisión en 2006. Registro que a pesar de las modificaciones introducidas en enero de 2015, tales como la declaración del nombre de los clientes, o de recursos humanos adscritos al ejercicio de actividades de presión, información sobre la participación en comités, foros, intergrupos y estructuras similares de la UE, o sobre los actos legislativos tramitados, y declaraciones de los costes estimados relacionados con el ejercicio de dichas actividades a todos los inscritos, o por último la obligación de registro de quienes deseen reunirse con los comisarios, miembros de los gabinetes o directores generales o de cualquier organización que desee intervenir en las audiencias organizadas por la Eurocámara, la realidad es que sigue siendo un registro poco efectivo, dada la inexistencia de sanciones cuando no se registran los datos o estos son inexactos, o simplemente no se puede ejercer un control real sobre las actividades de estos grupos.
El ejemplo más demostrativo es como solo en la industria financiera hay cerca de 500 organismos que no están bajo la supervisión de las instituciones, entre los que Standard &Poors, City of London Corporation o CreditSuisse, citados por la La plataforma ‘Ethicsregulation’ y la Alianza por la Transparencia (ALTER-EU) no se encuentran registrados; otros grandes ‘lobbies’ cuya tarea no está supervisada son el Consejo de la Industria Química Europea, óForaton, que engloba a la industria nuclear y que gasta cada año más de 1,7 millones de euros en hacer presión sobre los políticos europeos, grandes corporaciones como Electrabel, Anglo American y General Motors, y otros muchos más.
Igualmente Bufetes de Abogados, centros de estudios o ‘think-tanks’, junto a grandes consultoras no se registran, porque niegan que sean grupos de presión alegando, no sin cierta razón, que su misión no es influir, sino prestar asesoramiento. Ante esta situación, desde las instituciones comunitarias se ha iniciado el debate y borradores legislativos, para que el actual registro voluntario se haga obligatorio en los próximos años. La nueva regulación solo permitiría a aquellos lobbies inscritos las reuniones con representantes políticos.
En cualquier caso hay que felicitar este primer paso, en el que la cultura de la transparencia marca un camino, aunque quede muchísimo por hacer, el futuro alumbrará con toda seguridad medidas necesarias, como la implantación de un registro en el parlamento y el Gobierno central, porque la Ley de Transparencia del 2013 ha quedado superada, entre otros motivos por haber evitado regular los Grupos de Interés. Pero el proceso ya está en marcha, este registro de Grupos de Interés de la CNMC, el registro de lobbies implantado por la Generalitat de Catalunya, las ordenanzas de Madrid y Barcelona, los cambios planteados en Aragón en estos momentos en trámite, lo anuncian. Sean bienvenidos.
*Los lobbies en el marco de la Unión Europea: Una reflexión a propósito de su regulación en España; UNED. Teoría y Realidad Constitucional, núm. 33, 2014, pp. 353-376.
La relación médico-paciente, en el terreno de la información y el consentimiento en tratamientos de larga duración, cuenta con unas particulares connotaciones, habida cuenta de los sujetos protagonistas que participan en la misma y de los bienes que se encuentran en juego en ella. De hecho se le atribuye el hermoso nombre de alianza terapéutica por el especial vínculo que existe entre las partes.
Esta relación es actualmente autonomista, bajo formato horizontal entre ambas partes. En esta nueva forma de concebir la relación asistencial, la herramienta decisiva es la información que circula de continuo entre los sujetos intervinientes, y cualquier variación de los planteamientos o la situación iniciales, en cualquiera de ambos sujetos ha de ser comunicada al otro, en aras al sostenimiento y eficacia de la relación asistencial.
En las condiciones de tecnificación y despersonalización que se vive actualmente, cobra un valor singular el mantenimiento del vínculo relacional entre médico y paciente. Para ello, el lazo conductor es la información, mostrándose el consentimiento como evidencia de la estabilidad relacional lograda.
En los tratamientos de larga duración suelen intensificarse las dos variables mencionadas. Abunda la tecnificación, al prodigarse en el tiempo los recursos sanitarios a utilizar ante patologías complejas, y es terreno abonado para la despersonalización por el uso continuado de dispositivos clínicos y trato con equipos profesionales diferentes.
Al tratarse de patologías complejas y que comprometen múltiples recursos materiales y personales, aumenta la incertidumbre en las decisiones de los profesionales sanitarios, habitualmente difíciles pero aún más en estos casos. Cobrando especial valor aquella máxima de que las decisiones en Medicina rara vez se encuentran en el terreno de la certeza, sino algunas veces en el de la probabilidad y casi siempre en el de la incertidumbre.
Hay que considerar, además, que estos tratamientos de patologías complejas y de larga duración suelen suponer un elevado coste para el dispositivo sanitario que las atiende (público o privado) y que está siempre presente la valoración de quien maneja el dispositivo de buscar soluciones más económicas. En este escenario tan especial el problema está servido. Puede darse el caso de que se eludan tratamientos o acciones de elevado coste y se opte por otras, más económicas, que se consideren igualmente efectivas. Este es el terreno de la intercambiabilidad y de la sustitución de medicamentos, respecto de medicamentos biológicos y biosimilares, como productos de elevada tecnología y coste.
Expresada la relevancia en la relación asistencial de la concurrencia de información y consentimiento, conviene destacar que en los tratamientos biológicos de larga duración el vínculo entre médico y paciente precisa de particular confianza y comunicación entre ambas partes y cualquier variación en las condiciones del paciente debe ser comunicada, por éste, al profesional sanitario responsable de su asistencia, como preceptúa la Ley 41/2002 en su artículo 2. El médico, por su parte, vigilante del proceso asistencial y de su evolución, habrá de comunicar al paciente cualquier variación en las condiciones de la asistencia y, evidentemente, de los medicamentos que sirven de soporte material a aquella. Una interesante particularidad del curso informativo se recoge en la Ley 41/2002, en su artículo 10, al mencionar las condiciones necesarias de la información: “El médico responsable deberá ponderar en cada caso que cuanto más dudoso sea el resultado de una intervención más necesario resulta el previo consentimiento por escrito del paciente”.
El término “intervención” debe considerarse, no como sinónimo de intervención quirúrgica, sino como expresivo de acción sanitaria propuesta al paciente. Supuesto imaginable en el espacio que nos ocupa, respecto de permutas en la medicación o en las acciones terapéuticas.
Es necesario aclarar si el término “intercambiabilidad” se utiliza como un concepto técnico– científico o como una herramienta de tipo administrativo. Esta confusión tiene su origen en el caso de los medicamentos genéricos, donde se han unido a menudo los conceptos de intercambiabilidad y sustitución. Existe consenso de tipo técnico científico en que un genérico y su medicamento de referencia son intercambiables en cuanto al principio activo. Es decir, para cualquier genérico aprobado se reconoce que los efectos que produce (eficacia y seguridad) son los mismos que los del medicamento original de referencia, en todo aquello que dependa del principio activo. Y esta asunción técnica de intercambiabilidad es la que ha llevado a implantar, en el campo de los genéricos, herramientas y políticas de sustitución, con el objetivo de reducir los costes de adquisición. Sin embargo, en el caso de los biosimilares es necesaria una mayor precisión técnica en el uso de los términos.
A diferencia de los medicamentos químicos, no es posible producir una copia exacta de un medicamento biológico. Esto se debe a la gran y compleja estructura de los medicamentos biológicos, al hecho de que se producen en organismos vivos y de que dependen en gran medida del proceso de fabricación. Debido a estos factores, no se pueden considerar dos medicamentos biológicos como exactamente iguales, y cierto grado de variabilidad es natural en todos los medicamentos biológicos. Esta variabilidad puede existir entre diferentes lotes de un medicamento biológico dado y cuando los procesos de producción se mejoran o modifican, o difieren entre los fabricantes.
La intercambiabilidad entre dos medicamentos biológicos tiene que ser demostrada y ratificada ante las autoridades regulatorias sanitarias mediante ensayos clínicos realizados con tal fin. Por lo que, hasta que no se acredite esta intercambiabilidad, no se puede decir que dos medicamentos biológicos, (sobre todo si son Anticuerpos Monoclonales), son intercambiables.
Se define la intercambiabilidad, en la Comisión Europea, como la práctica médica que consiste en cambiar un medicamento por otro que se espera que obtenga el mismo efecto clínico en un determinado cuadro clínico y en cualquier paciente por iniciativa —o con el consentimiento— del médico que la prescribe.
Debemos partir de que el médico, al instaurar un tratamiento, puede valorar diversas alternativas terapéuticas y optar por una de ellas, teniendo en cuenta criterios de coste/efectividad. Es lo que se denomina intercambiabilidad. Ahora bien, una vez instaurado el tratamiento con un determinado fármaco biológico, es al médico a quien corresponde decidir si mantiene o cambia dicho fármaco, debiendo informar, en caso de cambio, siempre al paciente, que en este tipo de tratamientos suele padecer patologías de larga evolución y frecuentemente graves.
En la elección de la marca para la prescripción inicial de un determinado principio activo biológico, el médico debe, por otra parte, tener en cuenta las recomendaciones que se le hayan hecho llegar referidas a disponibilidad en el centro sanitario que atiende al paciente, o al uso preferente de alguna marca por cuestiones económicas o de gestión. Una vez iniciado el tratamiento con una marca en un paciente, si la respuesta es adecuada, lo razonable es no hacer cambios en ese paciente simplemente por motivos de gestión.
La Agencia Europea del Medicamento (EMA) no ha establecido ninguna norma en cuanto al posible intercambio entre un medicamento biosimilar y el medicamento biológico de referencia. Si no que ha derivado a las autoridades competentes de los Estados miembros las decisiones entorno a la intercambiabilidad de fármacos biosimilares con sus respectivos fármacos de referencia. En España, las restricciones a la sustitución de unos medicamentos por otros (orden SCO/2874/2007) se ciñen a un grupo de productos entre los cuales están los fármacos biológicos.
Únicamente cuando existen evidencias de equivalencia en términos de calidad, seguridad y eficacia entre el medicamento biosimilar y su producto de referencia, o entre dos medicamentos innovadores, se podría realizar un intercambio caso por caso, en un entorno clínico determinado y siempre bajo criterio y consentimiento del médico prescriptor que trate al paciente.
La sustitución va referido al cambio automático, en el acto de la dispensación (no en el momento de la prescripción, como veíamos respecto de la inercambiabilidad). La Orden SCO 2874/2007 establece que no se podrá sustituir un medicamento biológico por otro sin la autorización expresa del médico prescriptor. La sustitución automática dificulta la trazabilidad y da lugar a que si se producen reacciones adversas, sea muy difícil identificar al fármaco responsable de dichas reacciones. El artículo 86 de la Ley General de Uso Racional del Medicamento dice textualmente: “Con carácter excepcional, cuando por causa de desabastecimiento no se disponga en la oficina de farmacia del medicamento prescrito o concurran razones de urgente necesidad en su dispensación, el farmacéutico podrá sustituirlo por el de menor precio“… Quedarán exceptuados de esta posibilidad de sustitución aquellos medicamentos que, por razón de sus características de biodisponibilidad y estrecho rango terapéutico, determine el Ministerio de Sanidad y Consumo”.
La Ley de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios indica que se debe dispensar siempre el medicamento prescrito por el médico, pero identifica a su vez unos supuestos que son la excepción a esta norma general y en los cuales el farmacéutico podrá proceder a la sustitución. Algunos medicamentos quedan, sin embargo, fuera de esta posible sustitución por el farmacéutico, y entre ellos están los medicamentos biológicos. En este sentido la Ley de garantías y uso racional de los medicamentos (artículo 89.5 del texto refundido en el Real Decreto Legislativo 1/2015) ha hecho referencia a que “En el caso de los medicamentos biosimilares, se respetarán las normas vigentes según regulación específica en materia de sustitución e intercambiabilidad”.
Existiendo la posibilidad del médico de optar por una alternativa farmacológica más económica, esta opción se muestra más asequible en el momento de instaurar un tratamiento con biológicos (iniciales o biosimilares). Cuando se trata de su continuidad y la decisión supone un cambio, ha de quedar siempre a salvo la capacidad de decisión del médico en interés de la seguridad del paciente. Cambio, por otra parte, que puede suponer daño en el paciente y generar responsabilidad en quien ha dispuesto la variación.
Los referidos cambios en el entorno hospitalario, requieren dar prioridad al beneficio del paciente y su seguridad clínica, por encima de consideraciones gerenciales o económicas. Y ello porque un cambio de fármaco puede encerrar riesgo de inmunogenicidad y es el Médico quien responde ante el paciente, ya que él es, de entrada, el responsable del tratamiento.
Si esto no se tuviese en cuenta, no se respetase la función prescriptora del médico y se le impusiera un cambio de biológico, ello podría dar lugar a posible exigencia de responsabilidad, incluso en sede judicial por los eventuales efectos adversos.
En principio nadie debería ordenar el cambio de un tratamiento farmacológico instaurado por el médico responsable de la asistencia y, si lo hiciera de modo individual o colectivo (Comisión de Farmacia y Terapéutica), habría de ser consciente que asume la responsabilidad de eventuales efectos adversos y de sus consecuencias jurídicas.
Los ámbitos en los que puede producirse la responsabilidad de quien hubiera dispuesto un cambio del medicamento, de forma inadecuada, pueden ser, de forma sintética, los siguientes:
- Civil. Bajo el criterio general de acción indebida, daño a un paciente y nexo causal entre ambos. La norma de invocación sería el artículo 1902 del Código Civil y en su caso el 1903 por los daños ocasionados por empleados y personal dependiente.
- Patrimonial. De índole indemnizatoria, como la civil, este tipo de responsabilidad es exigible ante las administraciones sanitarias, al amparo del Título X de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las AA.PP.
- Administrativa. Se refiere a la eventual acción de regreso que podría, en su caso, la administración ejercer contra el profesional responsable del daño indemnizado, conforme al artículo 145 de la Ley recién mencionada.
- Corporativa. En invocación de responsabilidad por infracción de preceptos del Código Deontológico y exigible ante la Comisión Deontológica.
- Disciplinaria. Por incumplimientos específicos en los deberes profesionales de un trabajador por cuenta ajena. Exigible ante la dirección de la que depende dicho trabajador (pública o privada) y en un procedimiento de esta naturaleza.
- Penal. Ante la eventual existencia de acciones delictivas, causadas al paciente por imprudencia. El dolo directo es impensable, al descartarse la intencionalidad, siendo imaginable, al menos en el espacio teórico, el dolo eventual.
Los sujetos que podrían ser exigidos de responsabilidad, según la anterior clasificación, serían los siguientes:
- Un profesional sanitario de ejercicio privado, en dependencia ajena podría ser encuadrable en los apartados A, D, E o F
- Un órgano decisorio en dicho espacio privado, podría ser demandado en la vía prevista en el apartado A.
- Un profesional sanitario, encuadrado en la Medicina pública, podría ser exigido de responsabilidad conforme a los apartados C, D, E o F.
- Un centro sanitario público, por cuya decisión se hubiera causado el daño indebido, podría ser exigido de responsabilidad a través del apartado B.
Como regla general, en aquellos casos en los que se produjera el cambio de tratamiento medicamentoso debería comunicarse por escrito la sustitución del fármaco, para que el médico pueda informar al paciente (por si pudiera darse la situación prevista en el artículo 10.2 de la Ley 41/2002, antes citado) y de que aquel, en cualquier caso, pueda plantearse aquellas acciones de defensa de sus intereses que pudiera estimar oportunas, sin perjuicio, además, de prevenirle de posibles cambios en su respuesta clínica personal a los que debe estar atento.
Publicado en Redacción Médica el Miércoles, 17 de marzo de 2016 . Nº 2982 Año XII